viernes, 20 de marzo de 2009

El cuento y sus alrededores

Del cuento breve
y sus alrededores
Julio Cortázar



León L. affirmait qu’il n’y avait qu’une chose de plus épouvantable que l’Epouvante: la journée normale, le quotidien, nous-mêmes sans le cadre forgé par l’Epouvante. —Dieu a créé la mort. Il a créé la vie. Soit, déclamait L.L. Mais ne dites pas que c’est Lui qui a également créé la “journée normale”, la “vie de-tous-les-jours”. Grande est mon impiété, soit. Mais devant cette calomnie, devant ce blasphème, elle recule.
Piotr Rawicz, Le sang du ciel.



Alguna vez Horacio Quiroga intentó un “Decálogo del perfecto cuentista”, cuyo mero título vale ya como una guiñada de ojo al lector
. Si nueve de los preceptos son considerablemente prescindibles, el último me parece de una lucidez impecable: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”.

La noción de pequeño ambiente da su sentido más hondo al consejo, al definir la forma cerrada del cuento, lo que ya en otra ocasión he llamado su esfericidad; pero a esa noción se suma otra igualmente significativa, la de que el narrador pudo haber sido uno de los personajes, es decir que la situación narrativa en sí debe nacer y darse dentro de la esfera, trabajando del interior hacia el exterior, sin que los límites del relato se vean trazados como quien modela una esfera de arcilla. Dicho de otro modo, el sentimiento de la esfera debe preexistir de alguna manera al acto de escribir el cuento, como si el narrador, sometido por la forma que asume, se moviera implícitamente en ella y la llevara a su extrema tensión, lo que hace precisamente la perfección de la forma esférica.

Estoy hablando del cuento contemporáneo, digamos el que nace con Edgar Allan Poe, y que se propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios; precisamente, la diferencia entre el cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones long short story se basa en esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado: basta pensar en “The Cask of Amontillado”, “Bliss”, “Las ruinas circulares” y “The Killers”. Esto no quiere decir que cuentos más extensos no puedan ser igualmente perfectos, pero me parece obvio que las narraciones arquetípicas de los últimos cien años han nacido de una despiadada eliminación de todos los elementos privativos de la nouvelle y de la novela, los exordios, circunloquios, desarrollos y demás recursos narrativos; si un cuento largo de Henry James o de D. H. Lawrence puede ser considerado tan genial como aquéllos, preciso será convenir en que estos autores trabajaron con una apertura temática y lingüística que de alguna manera facilitaba su labor, mientras que lo siempre asombroso de los cuentos contra el reloj está en que potencian vertiginosamente un mínimo de elementos, probando que ciertas situaciones o terrenos narrativos privilegiados pueden traducirse en un relato de proyecciones tan vastas como la más elaborada de las nouvelles.

Lo que sigue se basa parcialmente en experiencias personales cuya descripción mostrará quizá, digamos desde el exterior de la esfera, algunas de las constantes que gravitan en un cuento de este tipo. Vuelvo al hermano Quiroga para recordar que dice: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste ser uno”. La noción de ser uno de los personajes se traduce por lo general en el relato en primera persona, que nos sitúa de rondón en un plano interno. Hace muchos años, en Buenos Aires, Ana María Barrenechea me reprochó amistosamente un exceso en el uso de la primera persona, creo que con referencia a los relatos de Las armas secretas, aunque quizá se trataba de los de Final del juego. Cuando le señalé que había varios en tercera persona, insistió en que no era así y tuve que probárselo libro en mano. Llegamos a la hipótesis de que quizá la tercera actuaba como una primera persona disfrazada, y que por eso la memoria tendía a homogeneizar monótonamente la serie de relatos del libro.

En ese momento, o más tarde, encontré una suerte de explicación por la vía contraria, sabiendo que cuando escribo un cuento busco instintivamente que sea de alguna manera ajeno a mí en tanto demiurgo, que eche a vivir con una vida independiente, y que el lector tenga o pueda tener la sensación de que en cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo y hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero jamás la presencia manifiesta del demiurgo.

Recordé que siempre me han irritado los relatos donde los personajes tienen que quedarse como al margen mientras el narrador explica por su cuenta (aunque esa cuenta sea la mera explicación y no suponga interferencia demiúrgica) detalles o pasos de una situación a otra. El signo de un gran cuento me lo da eso que podríamos llamar su autarquía, el hecho de que el relato se ha desprendido del autor como una pompa de jabón de la pipa de yeso. Aunque parezca paradójico, la narración en primera persona constituye la más fácil y quizá mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí una y la misma cosa. Incluso cuando se habla de terceros, quien lo hace es parte de la acción, está en la burbuja y no en la pipa. Quizá por eso, en mis relatos en tercera persona, he procurado casi siempre no salirme de una narración strictu senso, sin esas tomas de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que con el cuento en sí.

Esto lleva necesariamente a la cuestión de la técnica narrativa, entendiendo por esto el especial enlace en que se sitúan el narrador y lo narrado. Personalmente ese enlace se me ha dado siempre como una polarización, es decir que si existe el obvio puente de un lenguaje yendo de una voluntad de expresión a la expresión misma, a la vez ese puente me separa, como escritor, del cuento como cosa escrita, al punto que el relato queda siempre, con la última palabra, en la orilla opuesta.

Un verso admirable de Pablo Neruda: Mis criaturas nacen de un largo rechazo, me parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición que paradójicamente les da existencia universal a la vez que las sitúa en el otro extremo del puente, donde ya no está el narrador que ha soltado la burbuja de su pipa de yeso. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe esa polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de la manera más absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola.

Este rasgo común no se lograría sin las condiciones y la atmósfera que acompañan el exorcismo. Pretender liberarse de criaturas obsesionantes a base de mera técnica narrativa puede quizá dar un cuento, pero al faltar la polarización esencial, el rechazo catártico, el resultado literario será precisamente eso, literario; al cuento le faltará la atmósfera que ningún análisis estilístico lograría explicar, el aura que pervive en el relato y poseerá al lector como había poseído, en el otro extremo del puente, al autor. Un cuentista eficaz puede escribir relatos literariamente válidos, pero si alguna vez ha pasado por la experiencia de librarse de un cuento como quien se quita de encima una alimaña, sabrá de la diferencia que hay entre posesión y cocina literaria, y a su vez un buen lector de cuentos distinguirá infaliblemente entre lo que viene de un territorio indefinible y ominoso, y el producto de un mero métier. Quizá el rasgo diferencial más penetrante —lo he señalado ya en otra parte— sea la tensión interna de la trama narrativa. De una manera que ninguna técnica podría enseñar o proveer, el gran cuento breve condensa la obsesión de la alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación. El hombre que escribió ese cuento pasó por una experiencia todavía más extenuante, porque de su capacidad de transvasar la obsesión dependía el regreso a condiciones más tolerables; y la tensión del cuento nació de esa eliminación fulgurante de ideas intermedias, de etapas preparatorias, de toda la retórica literaria deliberada, puesto que había en juego una operación en alguna medida fatal que no toleraba pérdida de tiempo; estaba allí, y sólo de un manotazo podía arrancársela del cuello o de la cara. En todo caso así me tocó escribir muchos de mis cuentos; incluso en algunos relativamente largos, como “Las armas secretas”, la angustia omnipresente a lo largo de todo un día me obligó a trabajar empecinadamente hasta terminar el relato y sólo entonces, sin cuidarme de releerlo, bajar a la calle y caminar por mí mismo, sin ser ya Pierre, sin ser ya Michèle.

Esto permite sostener que cierta gama de cuentos nace de un estado de trance, anormal para los cánones de la normalidad al uso, y que el autor los escribe mientras está en lo que los franceses llaman un “état second”.

Que Poe haya logrado sus mejores relatos en ese estado (paradójicamente reservaba la frialdad racional para la poesía, por lo menos en la intención) lo prueba más acá de toda evidencia testimonial el efecto traumático, contagioso y para algunos diabólico de “The Tell-tale Herat” o de “Berenice”. No faltará quien estime que exagero esta noción de un estado exorbitado como el único terreno donde puede nacer un gran cuento breve; haré notar que me refiero a relatos donde el tema mismo contiene la “anormalidad”, como los citados de Poe, y que me baso en mi propia experiencia toda vez que me vi obligado a escribir un cuento para evitar algo mucho peor. ¿Cómo describir la atmósfera que antecede y envuelve el acto de escribirlo? Si Poe hubiera tenido ocasión de hablar de eso, estas páginas no serían intentadas, pero él calló ese círculo de su infierno y se limitó a convertirlo en “The Black Cat” o en “Ligeia”. No sé de otros testimonios que puedan ayudar a comprender el proceso desencadenante y condicionante de un cuento breve digno de recuerdo; apelo entonces a mi propia situación de cuentista y veo a un hombre relativamente feliz y cotidiano, envuelto en las mismas pequeñeces y dentistas de todo habitante de una gran ciudad, que lee el periódico y se enamora y va al teatro y que de pronto, instantáneamente, en un viaje en el subte, en un café, en un sueño, en la oficina mientras revisa una traducción sospechosa acerca del analfabetismo en Tanzania, deja de ser él-y-su-circunstancia y sin razón alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la crispación que precede a las grandes jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar los dientes y a respirar hondo, es un cuento, una masa informe sin palabras ni caras ni principio ni fin pero ya un cuento, algo que solamente puede ser un cuento y además en seguida, inmediatamente, Tanzania puede irse al demonio porque este hombre meterá una hoja de papel en la máquina y empezará a escribir aunque sus jefes y las Naciones Unidas en pleno le caigan por las orejas, aunque su mujer lo llame porque se está enfriando la sopa, aunque ocurran cosas tremendas en el mundo y haya que escuchar las informaciones radiales o bañarse o telefonear a los amigos.

Me acuerdo de una cita curiosa, creo que de Roger Fry; un niño precozmente dotado para el dibujo explicaba su método de composición diciendo: First I think and then I draw a line round my think (sic). En el caso de estos cuentos sucede exactamente lo contrario: la línea verbal que los dibujará arranca sin ningún “think” previo, hay como un enorme coágulo, un bloque total que ya es el cuento, eso es clarísimo aunque nada pueda parecer más oscuro, y precisamente ahí reside esa especie de analogía onírica de signo inverso que hay en la composición de tales cuentos, puesto que todos hemos soñado cosas meridianamente claras que, una vez despiertos, eran un coágulo informe, una masa sin sentido.

¿Se sueña despierto al escribir un cuento breve? Los límites del sueño y la vigilia, ya se sabe: basta preguntarle al filósofo chino o a la mariposa. De todas maneras si la analogía es evidente, la relación es de signo inverso por lo menos en mi caso, puesto que arranco del bloque informe y escribo algo que sólo entonces se convierte en un cuento coherente y válido per se.

La memoria, traumatizada sin duda por una experiencia vertiginosa, guarda en detalle las sensaciones de esos momentos, y me permite racionalizarlos aquí en la medida de lo posible. Hay la masa que es el cuento (¿pero qué cuento? No lo sé y lo sé, todo está visto por algo mío que no es mi conciencia pero que vale más que ella en esa hora fuera del tiempo y la razón), hay la angustia y la ansiedad y la maravilla, porque también las sensaciones y los sentimientos se contradicen en esos momentos, escribir un cuento así es simultáneamente terrible y maravilloso, hay una desesperación exaltante, una exaltación desesperada; es ahora o nunca, y el temor de que pueda ser nunca exacerba el ahora, lo vuelve máquina de escribir corriendo a todo teclado, olvido de la circunstancia, abolición de lo circundante. Y entonces la masa negra se aclara a medida que se avanza, increíblemente las cosas son de una extrema facilidad como si el cuento ya estuviera escrito con una tinta simpática y uno le pasara por encima el pincelito que lo despierta. Escribir un cuento así no da ningún trabajo, absolutamente ninguno; todo ha ocurrido antes y ese antes, que aconteció en un plano donde “la sinfonía se agita en la profundidad”, para decirlo con Rimbaud, es el que ha provocado la obsesión, el coágulo abominable que había que arrancarse a tirones de palabras. Y por eso, porque todo está decidido en una región que diurnamente me es ajena, ni siquiera el remate del cuento presenta problemas, sé que puedo escribir sin detenerme, viendo presentarse y sucederse los episodios, y que el desenlace está tan incluido en el coágulo inicial como el punto de partida.

Me acuerdo de la mañana en que me cayó encima “Una flor amarilla”: el bloque amorfo era la noci&o acute;n del hombre que encuentra a un niño que se le parece y tiene la deslumbradora intuición de que somos inmortales.

Escribí las primeras escenas sin la menor vacilación, pero no sabía lo que iba a ocurrir, ignoraba el desenlace de la historia. Si en ese momento alguien me hubiera interrumpido para decirme: “Al final el protagonista va a envenenar a Luc”, me hubiera quedado estupefacto. Al final el protagonista envenena a Luc, pero eso llegó como todo lo anterior, como una madeja que se desovilla a medida que tiramos; la verdad es que en mis cuentos no hay el menor mérito literario, el menor esfuerzo. Si algunos se salvan del olvido es porque he sido capaz de recibir y transmitir sin demasiadas pérdidas esas latencias de una psiquis profunda, y el resto es una cierta veteranía para no falsear el misterio, conservarlo lo más cerca posible de su fuente, con su temblor original, su balbuceo arquetípico.

Lo que precede habrá puesto en la pista al lector: no hay diferencia genética entre este tipo de cuentos y la poesía como la entendemos a partir de Baudelaire. Pero si el acto poético me parece una suerte de magia de segundo grado, tentativa de posesión ontológica y no ya física como en la magia propiamente dicha, el cuento no tiene intenciones esenciales, no indaga ni transmite un conocimiento o un “mensaje”. El génesis del cuento y del poema es sin embargo el mismo, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen “normal” de la conciencia; en un tiempo en que las etiquetas y los géneros ceden a una estrepitosa bancarrota, no es inútil insistir en esta afinidad que muchos encontrarán fantasiosa. Mi experiencia me dice que, de alguna manera, un cuento breve como los que he tratado de caracterizar no tiene una estructura de prosa. Cada vez que me ha tocado revisar la traducción de uno de mis relatos (o intentar la de otros autores, como alguna vez con Poe) he sentido hasta qué punto la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema y también al jazz: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de parámetros previstos, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable. Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca: son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos cerrados, y respiran. Ellos respiran, no el narrador, a semejanza de los poemas perdurables y a diferencia de toda prosa encaminada a transmitir la respiración del narrador, a comunicarla a manera de un teléfono de palabras. Y si se pregunta: Pero entonces, ¿no hay comunicación entre el poeta (el cuentista) y el lector?, la respuesta e s obvia: la comunicación se opera desde el poema o el cuento, no por medio de ellos. Y esa comunicación no es la que intenta el prosista, de teléfono a teléfono; el poeta y el narrador urden criaturas autónomas, objetos de conducta imprevisible, y sus consecuencias ocasionales en los lectores no se diferencian esencialmente de las que tienen para el autor, primer sorprendido de su creación, lector azorado de sí mismo.

Breve coda sobre los cuentos fantásticos.

Primera observación: lo fantástico como nostalgia. Toda suspensión of disbelief obra como una tregua en el seco, implacable asedio que el determinismo hace al hombre.

En esa tregua, la nostalgia introduce una variante en la afirmación de Ortega: hay hombres que en algún momento cesan de ser ellos y su circunstancia, hay una hora en la que se anhela ser uno mismo y lo inesperado, uno mismo y el momento en que la puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente para dejarnos ver el prado donde relincha el unicornio.


Segunda observación: lo fantástico exige un desarrollo temporal ordinario. Su irrupción altera instantáneamente el presente, pero la puerta que da al zaguán ha sido y será la misma en el pasado y el futuro. Sólo la alteración momentánea dentro de la regularidad delata lo fantástico, pero es necesario que lo excepcional pase a ser también la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se ha insertado.

Descubrir en una nube el perfil de Beethoven sería inquietante si durara diez segundos antes de deshilacharse y volverse fragata o paloma; su carácter fantástico sólo se afirmaría en caso de que el perfil de Beethoven siguiera allí mientras el resto de la nubes se conduce con su desintencionado desorden sempiterno. En la mala literatura fantástica, los perfiles sobrenaturales suelen introducirse como cuñas instantáneas y efímeras en la sólida masa de lo consuetudinario; así, una señora que se ha ganado el odio minucioso del lector, es meritoriamente estrangulada a último minuto gracias a una mano fantasmal que entra por la chimenea y se va por la ventana sin mayores rodeos, aparte de que en esos casos el autor se cree obligado a proveer una “explicación” a base de antepasados vengativos o maleficios malayos. Agrego que la peor literatura de este género es sin embargo la que opta por el procedimiento inverso, es decir el desplazamiento de lo temporal ordinario por una especie de “full-time” de lo fantástico, invadiendo la casi totalidad del escenario con gran despliegue de cotillón sobrenatural, como en el socorrido modelo de la casa encantada donde todo rezuma manifestaciones insólitas, desde que el protagonista hace sonar el aldabón de las primeras frases hasta la ventana de la bohardilla donde culmina espasmódicamente el relato.

En los dos extremos (insuficiente instalación en la circunstancia ordinaria, y rechazo casi total de esta última) se peca por impermeabilidad, se trabaja con materias heterogéneas momentáneamente vinculadas pero en las que no hay ósmosis, articulación convincente.

El buen lector siente que nada tienen que hacer allí esa mano estranguladora ni ese caballero que de resultas de una apuesta se instala para pasar la noche en una tétrica morada. Este tipo de cuentos que abruma las antologías del género recuerda la receta de Edward Lear para fabricar un pastel cuyo glorioso nombre he olvidado: se toma un cerdo, se lo ata a una estaca y se le pega violentamente, mientras por otra parte se prepara con diversos ingredientes una masa cuya cocción sólo se interrumpe para seguir apaleando al cerdo. Si al cabo de tres días no se ha logrado que la masa y el cerdo formen un todo homogéneo, puede considerarse que el pastel es un fracaso, por lo cual se soltará al cerdo y se tirará la masa a la basura. Que es precisamente lo que hacemos con los cuentos donde no hay ósmosis, donde lo fantástico y lo habitual se yuxtaponen sin que nazca el pastel que esperábamos saborear estremecidamente.

Último round, 1969

horacio quiroga

Manual del perfecto cuentista

Horacio Quiroga



Una larga frecuentación de personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay, en el arte de escribir cuentos, algunos trucos de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les permiten perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general y no siempre bien vista.

Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas o trucos de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.

Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.

Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otros puntos de vista.

Hoy apuntaré algunos de los trucos que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.

Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más dificil.

Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.

He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta frase final:

"¡Estaba muerta!".

Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasar más de un cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe tener siempre listos, cómo lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos.

Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas es:

"Nunca volvieron a verse".

Puede ser más contenida aun:

"Sólo ella volvió el rostro".

Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:

"Y así continuaron viviendo".


Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:

"Fue lo que hicieron".

Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no recomendaría a los principiantes:

"El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes".

Esto no obstante, existe un truco para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es este el truco del "leit-motiv".

Final: "Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas...".

Comienzo del cuento: "Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La criatura dormía...".

De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental. "Todo es comenzar". Nada más cierto, pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber a dónde se va. "La primera palabra de un cuento —se ha dicho— debe ya estar escrita con miras al final".

De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:

"Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros".

Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes posibilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico de esperar?

Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ya ha sido cogida por sorpresa, y esto constituye un desideratum, en el arte de contar.

He anotado algunas variantes a este truco de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el comienzo condicional:

"De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió ambas cosas".

A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truco del interés está, precisamente en ello.

"Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada".

Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.

De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro el lector salta en seguida. "No cansar". Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para perdérselo de un modo más miserable aun.

De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truco más eficaz (o eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:

"Era una hermosa noche de primavera" y "Había una vez...".

¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar en su éxito... si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre al que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente encubierta: "¡Cuidado! ¡Es hermosísima!".

Existe un truco singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala fe.

Este truco es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura el lugar común. "Pálido como la muerte" y "Dar la mano derecha por obtener algo" son dos bien característicos.

Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.

Esta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran.

Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo cuando al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.

"Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo se negaba. Y, con un breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los zapatos".

Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.

El tiempo es breve. No son pocos los trucos que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truco de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales...
Decálogo personal para escribir un cuento

Julio Ramón Ribeyro
Suministrado por Elías Astete


El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector a su vez pueda contarlo.

La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada y si es inventada real.

El cuento debe ser de preferencia breve, de modo que pueda leerse de un tirón.

La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo ello junto mejor. Si no logra ninguno de estos efectos no existe como cuento.

El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin ornamentos ni digresiones.
Dejemos eso para la poesía o la novela.

El cuento debe sólo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una moraleja.

El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola, informe, collage de textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su expresión oral.

El cuento debe partir de situaciones en las que el o los personajes viven un conflicto que los obliga a tomar una decisión que pone en juego su destino.
En el cuento no debe haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente imprescindible.

El cuento debe conducir necesaria, inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado. En el libro de cuentos La palabra del mudo, edición El Comercio; Perú, 2003.
Cartas a un joven novelista (fragmentos)

Mario Vargas Llosa



Sólo quien entra en literatura como se entra en religión, dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un escritor y escribir una obra que lo trascienda.


No hay novelistas precoces. Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron, al principio, escribidores aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción.

La literatura es lo mejor que se ha inventado para defenderse contra el infortunio.

En toda ficción, aun en la de la imaginación más libérrima, es posible rastrear un punto de partida, una semilla íntima, visceralmente ligado a una suma de vivencias de quien la fraguó. Me atrevo a sostener que no hay excepciones a esta regla y que, por lo tanto, la invención químicamente pura no existe en el dominio literario.

La ficción es, por definición, una impostura -una realidad que no es y sin embargo finge serlo- y toda novela es una mentira que se hace pasar por verdad, una creación cuyo poder de persuasión depende exclusivamente del empleo eficaz de unas técnicas de ilusionismo y prestidigitación semejantes a las de los magos de los circos o teatros.

En esto consiste la autenticidad o sinceridad del novelista: en aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de sus fuerzas.

El novelista que no escribe sobre aquello que en su fuero recóndito lo estimula y exige, y fríamente escoge asuntos o temas de una manera racional, porque piensa que de este modo alcanzará mejor el éxito, es inauténtico y lo más probable es que, por ello, sea también un mal novelista (aunque alcance el éxito: las listas de bestsellers están llenas de muy malos novelistas).

La mala novela que carece de poder de persuasión, o lo tiene muy débil, no nos convence de la verdad de la mentira que nos cuenta.

La historia que cuenta una novela puede ser incoherente, pero el lenguaje que la plasma debe ser coherente para que aquella incoherencia finja exitosamente ser genuina y vivir.
La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto ético sino estético.

La literatura es puro artificio, pero la gran literatura consigue disimularlo y la mediocre lo delata.

Para contar por escrito una historia, todo novelista inventa a un narrador, su representante o plenipotenciario en la ficción, él mismo una ficción, pues, como los otros personajes a los que va a contar, está hecho de palabras y sólo vive por y para esa novela.

El de las novelas es un tiempo construido a partir del tiempo psicológico, no del cronológico, un tiempo subjetivo al que la artesanía del novelista da apariencia de objetividad, consiguiendo de este modo que su novela tome distancia y diferencie del mundo real.

Lo importante es saber que en toda novela hay un punto de vista espacial, otro temporal y otro de nivel de realidad, y que, aunque muchas veces no sea muy notorio, los tres son esencialmente autónomos, diferentes uno de otro, y que de la manera como ellos se armonizan y combinan resulta aquella coherencia interna que es el poder de persuasión de una novela.

Si un novelista, a la hora de contar una historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a esconder ciertos datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin.
Voy a tratar de ser escritor

Mario Vargas Llosa

Suministrado por Héctor Meza Parra


Ni abogado, ni periodista, ni maestro: lo único que me importaba era escribir y tenía la certidumbre de que si intentaba dedicarme a otra cosa sería siempre un infeliz. Que nadie deduzca de esto que la literatura garantiza la felicidad: trato de decir que quien renuncia a su vocación por "razones prácticas", comete la más impráctica idiotez. Además de la ración normal de desdicha que le corresponda en la vida como ser humano, tendrá la suplementaria de la mala conciencia y la duda. Así, hacia finales de 1958, en una pensión de la calle del Doctor Castelo, no lejos del Retiro, quedó perpetrado el acto de locura: "Voy a tratar de ser un escritor". Todo lo que había escrito hasta entonces: una obrita de teatro, un puñado de poemas, algunos cuentos, copiosos artículos, era muy malo.

Decidí que la razón de esa mediocridad eran mi indecisión y cobardía anteriores, no haber asumido la literatura como lo primordial. Había terminado un libro de cuentos, que encontró un editor en Barcelona (misteriosamente, esta ciudad sería la cuna de la publicación de todos mis libros), y el resultado era más bien deprimente. Los había escrito casi todos en Lima, en los resquicios de tiempo libre que me dejaban múltiples y fastidiosos trabajos alimenticios.

Justifiqué así ese fracaso, sólo se podía ser escritor si uno organizaba su vida en función de la literatura; si uno pretendía —como había hecho yo hasta entonces— organizar la literatura en función de una vida consagrada a otros amos. El resultado era la catástrofe. Completé esas justificaciones con una teoría voluntarista: la inspiración no existía. Era algo que, tal vez, guiaba las manos de los escultores y pintores, y dictaba imágenes y notas a los oídos de poetas y músicos, pero al novelista no lo visitaba jamás: era el desairado de las musas y estaba condenado a sustituir esa negada colaboración con terquedad, trabajo y paciencia.

Publicado en el libro Literatura peruana, de Nora Fataccioli, en 1996.

JAIME SABINES

Jaime Sabines
Todo lo que escribo lo he vivido
Entrevistas con Jaime Sabines


Fragmento de una entrevista realizada a Jaime Sabines en 1984 por Cristina Pacheco


—A veces se interrumpe la cotidianidad simple por miedo, ¿lo ha sentido?


—No, nunca. Cuando tomo mi cuaderno es porque tengo un complejo de emociones humanas que necesito sacar de mí. Siempre sé de lo que voy a escribir porque todo lo que escribo lo he vivido. No tengo que imaginarme cosas, como los novelistas. Cuando escribo lo único que sé es que sufro de dolor, de esperanza, de alegría; sé que estoy sufriendo y que necesito decirlo. Mi necesidad de escribir es todo, pero nunca miedo.

—Para usted, ¿qué es la literatura?

—Nada. Puede ser un oficio, pero también una desocupación. La poesía es otra cosa: es un destino. Es algo que se hace fundamentalmente con palabras, con emociones, con sentimientos.

—¿Cómo escribe?

—Siempre en libretas, a mano, generalmente acostado. Sale la primera línea y enseguida vienen las demás.

—¿Corrige?

—En el momento mismo de escribir. En mí la corrección es simultánea a la escritura. No corrijo ni cambio palabras en una línea; simplemente veo el poema completo. Si me gusta, lo conservo, si no, lo tacho.

—Cuando ve los poemas impresos, ¿le gustan igual que cuando los escribió?

—Pocas veces leo mis libros. No me gusta volver a las cosas. Publicar un libro significa deshacerse de algo, tirar un lastre.


Fragmento de una entrevista hecha por César Güemes

—Es usted no sólo el poeta más leído de México, sino el más apreciado, eso lo sabemos. ¿Hay un momento en que se da cuenta de esta responsabilidad?

—En varias ocasiones. Y siento una gran satisfacción, porque después de todo escribe uno para los demás, no para uno mismo delante de un espejo. Siempre la poesía no es más que un medio de comunicación humana. Si te leen, eso quiere decir que surtió efecto la cosa. Esa satisfacción es mejor que los premios. Aunque estés en tu cuarto, a solas, cuando logras un poema es una gran recompensa. O cuando alguien viene y te dice que tal o cual poema lo ayudó en su soledad, o para enamorar a una mujer. Entonces te das cuenta de que la poesía sí sirve para algo, cómo no.


Sabines: mi obra no debía ser la sombra de otros autores

Graciela Atencio, especial para La Jornada

La condición que puso Jaime Sabines para conceder esta entrevista, que de no haberse interrumpido por sus problemas de salud se hubiera convertido en un libro, fue la de no hablar únicamente de poesía. Después de tres conversaciones, quedó claro que él podía referirse a cualquier cosa sólo desde el idioma de la poesía y que todo lo que decía, de alguna manera tocaba, acechaba, rondaba y envolvía a la poesía. Hasta sus silencios, sus gestos tenues y su mirada tierna prefiguraban nada más que poesía. ¿Cómo definir al poeta? Sabines no es más que poesía viva, en permanente, eterno movimiento.


—¿En qué momento de su vida tuvo la certeza de que sería poeta?

Es una historia muy larga. Cuando tenía cinco o seis años, mi mamá me llamaba con sus comadres a recitar poesía, "que declame Jaimito, que recite Jaimito", y así me echaba grandes poemas. Me aprendía la historia de México que venía en unos folletitos, la sabía de memoria y entonces me pedían que contara fragmentos.

Contaba la historia de los toltecas, de los chichimecas... eso fue hasta los 11 o 12 años. A los 14 me aprendí todo un librito, El declamador sin maestro, en el que había 120 poemas de autores de América. Me acuerdo que era el caballito de batalla de la escuela, declamaba en cuanta fiesta cívica se celebraba.

Lógicamente, al principio me encantaba hacerlo, pero en la prepa me empezó a molestar, porque iba a fiestas particulares con mis novias y algún idiota decía: "¡Que declame Sabines!", y me daba un coraje tremendo. Por suerte, a los 19 años, cuando vine a estudiar medicina a la ciudad de México, si no me equivoco, en 1945, pude zafarme del aspecto declamatorio. Aunque recuerdo una anécdota de una vez que me agarraron en curva, en el entierro del capitán Martínez, al que yo quise mucho porque había sido mi jefe a los 14 años. Juan, mi hermano, me pidió que fuera a darle el pésame a la familia en México. En el velorio me acerqué a la viuda, doña Linda, para darle mis condolencias y me jaló en el carro rumbo al panteón. A alguien se le ocurrió decir: "Tenemos entre nosotros al joven Jaime Sabines, un gran poeta que dirá unas palabras al capitán Martínez". "¡Hijo de su madre!", pensé yo. Fue una situación muy molesta, pero no tuve más remedio que echar un rollo tremendo. Después de esa ocasión decidí no participar nunca más en una reunión con chiapanecos, porque me presionaban para que declamara. Ahí empecé a odiar de verdad la declamación y el aspecto público de la poesía.


La medicina, una decepción

—En ese entonces, ¿escribía regularmente?

—Como loco, no me sentía bien en la Escuela de Medicina, que se convirtió en un trauma que duró tres años y medio. Ahora siento que me lastimó tanto la medicina... Cuando vine a estudiar a México tenía un concepto romántico de la medicina, pensaba que descubriría cosas. Luego me di cuenta de que hay que pasarse 25 años detrás de un microscopio para descubrir algo. No es cuestión de labor creativa ni nada, sino de paciencia y observación. La medicina me decepcionó, pero no podía salirme porque creía que mis padres deseaban tener un hijo médico. Ese fue mi conflicto, odiaba la escuela y era hasta una sensación física de rechazo la que me embargaba.

—Tal vez sentía que la poesía no era compatible con la medicina.

—Quién sabe, ha habido muchos poetas mexicanos que fueron médicos, Enrique González Martínez y Elías Nandino son buenos ejemplos.
No creo que haya una contradicción entre la poesía y la medicina. Estudiar el cuerpo humano es parecido a estudiar el alma. El médico se dedica al cuerpo y el poeta al alma, uno es complemento de la otra y muchas veces hasta pueden establecerse paralelismos. Donde sí hay contradicción es entre el estudio y la poesía. A mí no me gustaba estudiar y lo hacía por mera disciplina. La cosa es que aguanté tres años, hasta que un día que me fui de vacaciones a mi pueblo le dije al viejo: "Voy a terminar la carrera, voy a traerte el título y lo voy a poner en la pared de tu casa, pero nunca ejerceré la medicina". Se lo confesé en medio de una tensión tremenda, no me había atrevido a hablar durante tres años. Me miró serio y me contestó: "Bueno, ¿y quién te obliga a estudiar medicina?" Sentí que se me doblaban las rodillas. Le dije: "Tú y mi mamá". "No señor, nos da mucho gusto tener un hijo médico, pero es igual que sea abogado, médico o ingeniero. Lo importante es que se destaque en algún aspecto de la vida".

"Escuché a mi papá y se me quebró toda la defensiva. Me fui llorando a mi cuarto y me pasé como una hora a puro llanto. Me dejaron llorar... Después abandoné la carrera y estuve un año en Chiapas. Luego vine a estudiar a Filosofía y Letras y me sentí como pez en el agua". —Pero, ¿en qué momento sintió verdaderamente que su vida estaría ligada a la poesía?

—Los tres años en medicina me hicieron verdaderamente poeta. Cuando me sentí obligado a verme a mí mismo, a hablar de mí mismo, de mi gran soledad, de mis angustias, mis dolores, mis esperanzas, mis sueños, cuando sentí el contraste con la ciudad que me apachurraba todos los días en la escuela, o el aire de México que no me gustaba, y eso que en esa época era limpio, no esta porquería que ahora respiramos.


Abrevar en el amor

—Por lo que cuenta parecía desolado.

—Sumamente desolado, por más que tenía muchos amigos, todo se había convertido en una rémora que me hacía sentir culpable, porque engañaba a mi padre. El primer año iba a la escuela a diario, pero el segundo empecé a ir de vez en cuando. Odiaba la escuela, pasaba las materias en exámenes extraordinarios y en tercer año ya ni me asomaba. Allí, de verdad, me hice poeta. Antes recitaba muy bonito, pero en el fondo nunca había sentido la poesía.

"Cuando empecé a enfrentarme a la vida y conmigo mismo me sentí poeta. Aunque, qué curioso, no escribí un solo poema bueno en esos años. Desde el principio tuve gran sentido crítico".

—¿Descartaba mucho material antes de publicar un libro?

—Era más lo que descartaba que lo que dejaba. Me daba cuenta de que copiaba. Seis meses de puro escribir como Neruda, estos otros seis, puro escribir como Alberti, estos otros como García Lorca y estos otros como Juan Ramón. Así fue por etapas bien claras, definidas. Hasta que durante el año en Chiapas me tomé a mí mismo sin copiar. Cuando vine a estudiar a Filosofía y Letras, en 1949, me puse a escribir como Jaime Sabines. El primer libro, Horal, fue escrito en ese año y publicado en 1950.

—En ese sentido, desde que apareció su primer libro, quedó claro que usted había nacido poeta.

—No siento que haya sido tan claro en ese momento. Es más, luego borré de mi cabeza los tres años de medicina en los que nació el poeta dentro de mí. Por eso es que primero descartaba gran parte de lo que escribía. En un principio, Horal tenía 69 poemas. Lo había terminado antes de las vacaciones, viajé a Chiapas, en donde el gobierno colaboró en la edición del libro. Lo mandé a la imprenta, hice una revisión y lo dejé con 32 o 33 poemas. Pero al final le quité otros 15 y quedó con 18 poemas. Era muy exigente conmigo, no quería que mi obra fuese la sombra de otros autores. Me interesaba que lo poco que había de Jaime Sabines se mostrara tal como era. El maestro Carlos Pellicer, el gran poeta tabasqueño, leyó unos poemas míos en la revista Metáfora y le interesaron. Un día me llamó y me preguntó si tenía poemas escritos y si pensaba publicarlos. Le contesté que estaba escribiendo, y me dijo: "Si algún día publicas un libro, acude a mí que yo te voy a hacer el prólogo". Para mi gusto, los mejores en esa época eran José Gorostiza y Pellicer. Hubiese sido un empujón terrible que éste me hiciera el prólogo de Horal. Terminé mi libro y pensé: "Con Pellicer nada de nada, o vales tú por ti mismo o ¿qué?, ¿vas a llevar muletas para tu primer libro? No, señor". Acabé el poemario, fui con el maestro y le dije que no aceptaba su prólogo, pero le agradecí su apoyo. Lo escribí a los 23 años, en el primer año de filosofía.

"Me gustó llamarlo Horal porque realmente se trataba de un libro de horas, entre los religiosos se escriben muchos libros de horas. Cuando me acuerdo de la época en que lo escribí, lo siento como un retrato de la vida cotidiana".

—Ahora que de alguna manera puede evaluar su obra desde el principio hasta el final, ¿qué siente que ha estado más ligado a la poesía en su vida?

—Lo primero que se me viene a la cabeza es el amor. Y el amor también relacionado con las mujeres.

—¿Ha sido usted un don Juan?

—Nunca me he considerado un don Juan. Gregorio Marañón, gran psiquiatra y escritor español, escribió un libro sobre Don Juan y Casanova, en el que establece las diferencias entre ambos. Dice que ambos son enamoradizos, les encanta andar de una mujer a otra, pero Casanova pretende la eternidad amorosa.

"Es lo que he sido yo, que he pretendido el amor, por eso digo en 'Los amorosos' que 'van entregándose, dándose a cada rato'.

El amor es lo último, lo eterno, lo permanente. Pero al mismo tiempo, como también expreso en ese poema, 'los amorosos se ríen de los que creen en el amor como una lámpara de inagotable aceite". Casanova pretende de verdad enamorar y ser enamorado. A Don Juan no le importa el amor, sólo el sexo, es más superficial, quiere acostarse con una mujer, olvidarla y pasar a otra".

—¿Cómo recuerda su primer amor?

—Fue una historia que me tuvo la cabeza ocupada mucho tiempo. Se llamaba Esperanza, era chaparrita y le decíamos La Pelancha. A cada rato nos peleábamos y luego nos volvíamos a juntar. Claro que en esos ratos que estábamos peleados, buscaba a otras novias pero me duraban una semana, porque el amor me jalaba con La Pelancha. En esa época ya conocía a mi mujer, Chepita, quien era muy guapa, enamoraba a todo el mundo pero no le hacía caso a nadie, solamente se dedicaba a estudiar. Un día me propuse conquistarla. Me dije: "Vamos a ver cuánto tarda en decir que sí". En eso me ayudó Tita, una amiga de Chepita que estaba enamorada de mí, también muy bonita y chaparrita, como Esperanza. Un día, Tita, con tal de tenerme cerca, le dijo a Chepita que se acercara a mí... lo que son las argucias de las mujeres.


Venir a la capital, la salvación

—¿Y cómo ocurrió el acercamiento con su mujer?

—Me le declaré una tarde que la invité al cine. No preparé mucho el escenario. Le dije que la quería y le pregunté qué pensaba. Me contestó: "Mañana te digo". Pero la presioné: "No, no, contéstame ahorita", nunca permití que una mujer se tomara tiempo para pensarlo. Fue en 1944, en ese momento tenía 18 años y la verdad es que nunca pensé que me enamoraría de Chepita. De no haber sido por Tita, nunca se hubiese acercado a mí.

"Decidí enamorarla de tantos pleitos que tenía con La Pelancha. A la salida del cine la acompañé a su casa, casi llegando la agarré de la mano y ella no me soltó. Sabía que yo le gustaba mucho porque la había trabajado duro. Con Chepita duré seis meses y luego volví con La Pelancha. Pero regresé con ella con la idea de dejarla definitivamente cuando viniera a México. Estaba enamorado, pero nos llevábamos tan mal que no lo soportaba".


"Éramos muy celosos uno del otro, en un principio ella me celaba porque en las fiestas me iba a bailar con otras. Después empezó a hacerme lo mismo y yo me ponía furioso. Hasta que tuve claro que venirme a México sería mi salvación. Un mes más tarde empecé a recibir cartas de ella, a diario me las mandaba, las contestaba cada 15 o 20 días. Luego de un mes y medio dejé de contestárselas. Seguí recibiendo sus cartas, pero a los cuatro meses empezó a mandármelas cada tres o cuatro días".


"En agosto murió mi mejor amigo, Toni Borges, en un accidente de avión, viniendo de Chiapas. Para mí fue una pérdida dolorosísima, tan dolorosa que me olvidé de La Pelancha. Lo que es la vida, a la semana de la muerte de Toni, mi mamá me escribió una carta en la que me decía que la chaparra había huido con uno de San Cristóbal. Después ese novio no quiso casarse con ella".

—¿No volvió a ver a La Pelancha?

—No, la historia no termina ahí. En 1946, La Pelancha vino a buscarme a México y unos amigos me organizaron una cena con ella. Había pasado un año y medio sin verla. Durante la reunión nos dejaron un rato platicando solos, y me di cuenta de que era un truco para que volviera a caer en sus manos, en esa época tenía varias novias... Esa noche me sentí muy triste después de verla. Pensé: "Por qué me pasa esto, por qué la mujer de la que estaba tan locamente enamorado ahora no significa nada para mí". Me acordaba de los versos de Bécquer, que empezaban: "Dime mujer cuando el amor se acaba...". En ese instante tuve la primera noción del desamor. Nunca más volví a verla. Muchos años después, ya casado con Chepita, me la encontré en Tuxtla, en un autobús que venía con una sola pasajera. La miré y descubrí que era La Pelancha, me senté a su lado y le pregunté cómo estaba. Ella también se había casado. Platicamos 20 minutos hasta que me bajé. Creo que yo fui el amor de su vida y ella mi primer gran amor. Cuando se acabó mi amor por ella, empecé a pensar en Chepita.

—¿Fue en la época en que Chepita también vino a estudiar a México?

—Sí, ella estudiaba odontología y yo medicina. Le sobraban los enamorados. Como no estábamos juntos, desde lejos, con mis amigos, averiguábamos si Chepita tenía novio, y nada, no le hacía caso a nadie. Por mi lado seguía con mis novias, pero siempre pensando en ella. No sé por qué estaba seguro y me decía a mí: "Si algún día me caso, será con Chepita que no anda mariposeando de un lado para otro". Y así fue.

—No se sentía un Don Juan, pero sus técnicas de seducción eran infalibles...

—Aunque no fallaban, nunca terminé de creer en las técnicas para seducir. En general, si a una mujer le gusta un hombre o si a un hombre le gusta una mujer, tarde o temprano sucede lo que tiene que suceder. Hay mucho cuento y mucho mito en torno a las técnicas de seducción. Ésta casi siempre depende de que la mujer quiera ser seducida, ella es la que atrae. Un hombre puede estar tan tranquilo, solo, comiendo en un restaurante sin pensar en el amor, y de pronto pasa una mujer, él se fija en ella y empieza la plática. Pero la atención la despertó la mujer que lo provocó para que le hablara. No voy a negar que de joven usaba todas las técnicas habidas y por haber para seducir a una mujer, les mandaba cartas, flores...

—¿Les escribía poemas?

—No, los sentía demasiado míos y era muy celoso de lo que escribía. Lo fundamental es que dos gentes se gusten. Lo demás son palabras, cómo te acercas, cómo le buscas entrar, cómo la atraes. Mis amigos me preguntaban: "¿Cómo le haces, Jaime?". Y no hacía nada, les decía que las quería, que las adoraba, que no podía vivir sin ellas, pero primero me convencía de lo que sentía por una mujer.

—Pero también le ayudaba el ser guapo.

—No se trata de ser guapo para enamorar.
Lo importante está en la palabra, atraer y ser atraído no es cosa del otro mundo. No existen las mujeres difíciles... mujeres difíciles son las que no conocemos.

No digo que todas sean fáciles. A la mujer que conozco, aunque no me haga caso y le valga madre que sea poeta, tengo que buscarle el modo de entrarle e insistirle. Y quién sabe, con el tiempo puede llegar a decir que sí. Por eso digo que el lenguaje es fundamental, es el medio ideal que uno tiene para comunicarse con una mujer.


Nunca me preocupé por formar una corte


—Volviendo a la poesía, ¿de qué poeta o poetas siente que recibió influencia decisiva?

—Hubo muchos y siempre leí a los mexicanos y a los españoles en especial. Pero el que me marcó a los 18 años fue Pablo Neruda, quien luego me decepcionó cuando lo conocí en el 49. Venía a México a buscar la solidaridad con su causa, porque le habían quitado su banca de senador por el Partido Comunista de Chile y lo habían obligado a exiliarse. Estaba tan entusiasmado por conocerlo que acompañé a un amigo periodista que le haría un reportaje. Ese día me desilusioné tanto... llevaba un ejemplar de Horal, pero nunca se lo di, no abrí la boca en todo el reportaje y tampoco le dije que era poeta. Iba a conocer al poeta y me encontré con un hombre demasiado preocupado por su imagen, su ego y la política.

Esa parte de Neruda era todo lo que no quería para mí. Ahora que lo pienso, a la obra de Neruda le sobra 50 por ciento de poesía.

A mí nunca me interesó participar en los medios donde se movían los poetas ni formar una corte de aduladores a mi alrededor. Y mi trabajo también siempre estuvo lejos de la poesía. Desde el 59 al 80 pasé la mayor parte de mi tiempo en una fábrica de alimentos para animales, sólo mis ratos libres se los dedicaba a la poesía, pero la poesía nunca me dio de comer.

—A pesar de que dejó de fumar hace varios años, el cigarrillo debe haber sido un gran compañero de su inspiración y su poesía, ¿no?

—Cuando escribía era cuando más fumaba. Me recostaba en la cama con mi pluma, mi libreta, mi cigarro y mi cenicero. A lo largo de la vida he escrito de muy diversas maneras, pero sobre todo acostado y con un cigarro en la boca. Siempre en la cama ocurre lo mejor de la vida: el nacimiento, el amor, la escritura y la muerte. Aunque en una época me levantaba a las cinco de la mañana y me iba a escribir al comedor. O también a veces escribía en la mañana, según la temporada. Ha sido un poco variado, pero por lo general he escrito de noche y a solas, con mi mujer al lado no podía hacerlo. Cuando los niños crecieron y hacían una gran escandalera, me quedaba en la recámara solito una hora. El Diario semanario, por ejemplo, lo escribí así. La tarde era el único tiempo disponible que tenía de día. En dos meses lo terminé. Siempre que me inspiro se me amontonan las cosas, las escribo y luego dejo de darle a la pluma por una temporada. Entre mis libros hay dos, tres, hasta cuatro años de diferencia.

—¿Le costó preservar al poeta de la rutina, las obligaciones y los problemas cotidianos?

—Es muy difícil separar a la persona del poeta. Jaime Sabines es una sola persona, nada más que Jaime Sabines no se permite ser poeta en algunos momentos de su vida.

Hay veces que pienso que es una gran mañosada de la vida ser poeta. Pienso que no sé si las musas o como se llamen lo hacen tonto a uno, lo hacen creer que uno es un hombre libre y eso es puro cuento. Es una pregunta difícil de contestar, todas las cosas me parecen parciales en ese sentido. Cuando recibí el Premio Nacional de Letras dije en el discurso que a uno le habían prestado la libertad y uno se sentía dueño de sí mismo. Pero la libertad es un cuento, yo siempre me he sentido atado, encadenado a la poesía, al diario escribir. No sé si lo digo claramente...

La vida, una ilusión del poeta

—¿Qué hay con la felicidad? ¿Siente que la ha conocido?

—No creo en la felicidad, pienso que es una mala receta de nuestra época. Prefiero recomendar, vivir intensamente, felicidad es una palabra tonta. ¿Qué cosa es la felicidad? En el libro Quince momentos de felicidad, de un filósofo chino del que no me acuerdo su nombre, hay un episodio que recuerdo muy bien: soy un campesino que estoy trabajando la tierra, hace mucho calor, ya son las dos de la tarde, tengo una sed enorme, voy a refugiarme a la sombra de un árbol, donde resguardo una cantimplora con agua fresca deliciosa, me echo un trago de esa agua, reposo, sopla una brisa... Ese es un gran momento de felicidad. La vida se compone de veinte mil momentos de felicidad y de veinte mil momentos malos y desastrosos durante el mismo día.

—En alguna plática anterior que tuvimos, usted dijo que no le gustaba hablar de Dios, ¿por qué?

—Porque todo lo que he dicho acerca de Dios está en mi obra. Estoy en paz con la idea de Dios. Lo único que podría agregar es que cuando lo pienso, siento que Dios es todo lo que desconocemos. Me parece una forma poética de definirlo.

—En relación con la muerte, en su obra aparece de distintas maneras, pero, ¿cómo la ve en realidad Jaime Sabines?

—Esa pregunta me hace pensar en mi padre. Me veo esa noche antes de que él muriera, mirando la televisión, esperando el momento final y luego como digo en el quinto poema de Algo sobre la muerte del mayor Sabines, me veo "introduciendo agujas en las escasas venas, tratando de meterle la vida, de soplar en la boca el aire...".

—¿Le tiene miedo a la muerte?

—No, no le tengo miedo a la muerte, le tengo miedo a la enfermedad. Me espanta la enfermedad, lo que he pasado con mi cadera y todo lo que me trajo después... Poco a poco voy saliendo pero he dejado de escribir. Después de 35 intervenciones quirúrgicas no quiero saber nada de enfermedades ni de hospitales. Pero si tengo que pedir una ilusión, esa sería no morirme, quedarme tranquilo como estoy ahorita, platicando sobre poesía o sobre cualquier cosa o mirando cómo atraviesa el rayo de sol por la ventana.

lunes, 9 de marzo de 2009

DERECHOS TORCIDOS... como ha dicho la Papisa.

ENTREVISTA: A ESTEBAN BELTRAN, AUTOR DE 'DERECHOS TORCIDOS'
"Lo que dice un policía acusado de torturas puede ser mentira"
Esteban Beltrán, profesor de derechos humanos y director de Amnistía en España, publica el libro 'Derechos torcidos'
ÓSCAR GUTIÉRREZ - Madrid - 09/03/2009



Medias verdades o mentiras a secas.

Tópicos escondindos o -como se denominan ahora- tabúes. Esteban Beltrán (Madrid, 1961), profesor y experto en Derechos Humanos, ha dejado -aunque todavía mira de reojo- la dirección de la Sección Española de Amnistía Internacional por un tiempo para publicar el libro Derechos torcidos. ¿La pobreza? Ilegal. ¿La transición? No es modelo. ¿Las torturas en España? Haberlas haylas. ¿Las guerras son todas injustas? A veces "hay que enfrentarse con las armas". Sin rehuir la polémica, Beltrán responde a la entrevista desde una de las oficinas de la editorial Debate en Madrid.

Esteban Beltrán
ENTREVISTA DIGITAL - 16:00h.
Director de Amnistia Internacional España.


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Hay un problema en la investigación de la tortura y abusos policiales en España

El pacifismo a ultranza a veces hace esclavos

España, en el tratamiento a las víctimas de la Guerra Civil, está aislada en el mundo
- Pregunta. Un juzgado de San Sebastián ha imputado recientemente a 15 guardias civiles por presuntas torturas a los etarras detenidos por el atentado de la T-4. ¿Por qué le dedica usted todo un capítulo a este tipo de delitos?

- Respuesta. Existen dos razones: una, existe la tortura, que no es sistemática, pero es mucho más que casos aislados, que además no sólo se dan en el ámbito terrorista sino sobre todo en el de la inmigración, incluso a personas españolas. Es un problema extendido y persistente. En segundo lugar está el mito de que en España no se tortura. Como no se reconoce como problema no se toman medidas para enfrentarlo. Me parece que lo que está haciendo el juez en este caso [las presuntas torturas a los autores de la bomba en la T-4] es lo que tiene que hacer. Lo que no es tolerable es que cuando ocurrió esto, en enero de 2008, a las dos horas de las denuncias ante un juzgado de lo que estaba ocurriendo, el ministro de Interior dijo que era mentira. Soy muy consciente de que hay torturas y denuncias falsas de torturas.

- P. En el libro habla de un trato judicial diferente en el caso de torturas a presuntos etarras...

- R. Hablo de sentencias firmes de torturas. Acabemos con el mito de que no existe la tortura en España. No sólo en el caso de terrorismo sino en general hay una presunción de veracidad hacia el policía. Que lo que dice es cierto, y yo digo que puede serlo o puede ser mentira. Y la obligación legal es investigar. Hay un problema estructural en la investigación de torturas en España y, en general, de abusos policiales. Y lo ejemplifico en el libro con el caso del agricultor de Roquetas que no era nada terrorista. Muere a manos de varios guardias civiles, la familia lo denuncia a la juez y ésta manda investigar al mismo cuartel y a las mismas personas que habían participado en la tortura.

- P. ¿Por qué afirma que los medios no contribuyen a su investigación?

- R. La tortura no se ve como un problema en España por nadie y tampoco por los medios de comunicación. Pongo algunos ejemplos de artículos que incluso se preguntan "¿Pero se tortura en España?". Yo no conozco ningún país del mundo en el que no haya torturas y entiendo que el papel de los medios es investigarlas. Pareciera que el debate de la tortura está secuestrado por dos partes: una, el entorno abertzale que dice que siempre se tortura, lo cual no es verdad; y otro, el Gobierno y el resto, que dicen que nunca se tortura y hay suficientes garantías. Pareciera que no hay posibilidad de decir que los crímenes de ETA son terribles, hay que denunciarlos y sus responsables tienen que ir a la cárcel, y la tortura es otro crimen y hay que investigarlo.

- P. La modélica transición española es otra de esas "medias verdades" que quiere aclarar en su libro. ¿Qué ha quedado de la causa abierta el pasado año por el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón?

- R. España, en el tratamiento a las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura, está aislada en el mundo. Por eso mantengo que no es modelo. Intento analizar desde Sierra Leona, Liberia, República Democrática Alemana, Hungría, América Latina, todos ellos tuvieron al menos verdad oficial de lo que ocurrió. Todos ellos tuvieron alguna medida de reparación oficial y algunos tuvieron justicia. Los dos ejemplos paradigmáticos en los que no ha ocurrido prácticamente nada son la Unión Soviética y España.

- P. ¿Se ha echado el freno al proceso del juez Garzón?

- R. Eso [la causa de Garzón] fue una buena iniciativa. Es la única en más de 70 años a nivel judicial y global. Desgraciadamente no está ahí ahora y está en 70 juzgados lo cual hace el trabajo más difícil para los familiares de las víctimas. Creo que hay una asignatura pendiente y hay que quitarse algunos mitos, pero yo no conozco ningún otro caso de los que he vivido en el que la exhumación de cadáveres se subcontrate a sus familiares. Cualquier exhumación de fosas donde se ha podido cometer un crimen, es un fiscal el que lo hace. Es un juez el que la abre y la policía la que interviene.

- P. Hay otros dos capítulos del libro, el que habla de los políticos y el de la pena de muerte, que me recuerdan a dos de los últimos escándalos que han sacudido a la sociedad española: el caso Mari Luz y la desaparición de Marta del Castillo...

- R. El tópico es "los políticos deben hacer siempre lo que les pide la gente". Eso no ocurre prácticamente nunca, los políticos quieren que les pidan determinadas cosas a ellos y en base a eso lo convierten luego en un referéndum popular. He estado con las víctimas que han sufrido las principales aberraciones de los Estados y nunca en mi vida he pensado que la pena de muerte es justificable, nunca he pensado que la pena perpetua sin revisión judicial es justificable. Hablo de menores de edad en EE UU que han podido cometer un delito con cadena perpetua sin que nadie lo revise en 50 años. Pueden entrar con 12 años, salir con 70 sin saber si el ser humano ha cambiado. Eso violaría los derechos humanos y la Constitución española. Entiendo el drama de las familias de estas niñas, pero no hay que legislar en caliente. ¿Cuándo mides la opinión del pueblo? La clave es la falta de impunidad no el tiempo que se pase en prisión. Cuando en México en el 96% de los delitos no hallan culpable eso sí es un cáncer.

- P. La inmigración como "peligro", tema del que habla en su libro, también es un habitual de ese diálogo entre opinión pública y políticos, aunque hoy rebajado según el CIS que lo sitúa como la cuarta preocupación...

- R. La inmigración era el primer problema cuando se veía llegar a la gente saltando la valla de Melilla o cuando llegaba muchísima gente en patera. Pero eso ha descendido ya porque lo han sustituido otros problemas, entre ellos el económico. Europa y España tienen tres posibilidades: lo que llamo la teoría de amish al cuadrado, los amish de la película de Harrison Ford [Único testigo] por la que se deja de ser Europa y volvemos a ser Francia, España, Italia... Por otro lado, ahora estamos en un política de nosotros versus ellos. Nosotros somos los europeos y fortalecemos las fronteras para todos los que lleguen de fuera. Falso. Esa es la teoría que han llevado los 10 últimos años desperdiciando el crecimiento económico. Lo único que ocasiona son costes humanos brutales, entre 3.000 y 6.000 personas cada año mueren en el Estrecho. Yo mantengo la política de puertas entornadas, una política de gestión inteligente en el marco de la Organización Internacional de las Migraciones. La gente llega legalmente, trabaja un tiempo y se vuelve a su país de origen. Pero esa política ahora no se puede hacer.

- P. Estrechamente relacionado con la inmigración está la pobreza. ¿Cómo se puede utilizar la vía judicial, que usted defiende, para combatirla?

- R. La pobreza no se produce ni por los terremotos, ni por los maremotos ni por los tsunamis ni por la langosta. En general se produce por decisiones que toman personas concretas con nombres y apellidos. Cuando en Zimbabue se lleva la pobreza a miles de opositores políticos porque los cereales están centralizados y sólo se dan a los aliados es una violación de derechos humanos. Cuando el Gobierno de Israel demuele 4.000 viviendas desde septiembre de 2000 hasta ahora como venganza eso es una violación al derecho a la vivienda. Cuando en Corea del Norte se utiliza la alimentación como represalia política... Hay dos tercios de las víctimas de derechos humanos, los que no tienen salud, educación, vivienda, alimentación, que no tienen lugar donde reclamar. Las víctimas de la tortura tienen un lugar donde reclamar, las víctimas de que le demuelen la vivienda no tiene un juez donde ir.

- P. Pero en la tortura hay un perpetrador, ¿quién lo es en la pobreza?

- R. Hay muchos, está el que decide consciente la política sobre los cereales. Un tipo en el Gobierno o el presidente. Hay quien lo lleva a la práctica, quien esconde los cereales de la oposición política y ocasiona la muerte de muchísima gente. Eso viola el derecho a la alimentación y esa gente debe responder ante un juez. No hay falta de perpetradores del crimen de pobreza. El cambio en el ámbito de pobreza será cuando logremos encontrar y juzgar al Pinochet de la pobreza. El crecimiento económico per se no ocasiona alivio de la pobreza. Hemos vivido 11 años de crecimiento sin precedentes y ahora hay más pobres en el África subsahariana.

- P. Uno de los capítulos de su libro que creo más controvertido es el titulado "todas las guerras son injustas", otro tópico que quiere rebatir. ¿Habría guerras justas hoy?

- R. El pacifismo como cuestión genérica es muy positiva. Creo que todas las guerras son crueles. Todas. Pero hay algunos momentos en los que la humanidad tiene que pelear contra su verdugo cuando quiere hacerlos desaparecer. No es posible pactar. Hubiera sido un gran error pactar con Hitler cuando ha ocupado media Europa. ¿Qué pactas? Hay que enfrentarse con las armas. Nadie consideraría hoy que la Segunda Guerra Mundial fue injusta. Pero fue cruel. El otro ejemplo es el de Sudáfrica. De 1911 a 1980 fue sometida a un apartheid que significaba la esclavitud para el 80% de su población y aún así el Congreso Nacional Africano intentó durante 30 años una oposición pacífica hasta que les mataron a una buena parte de ellos. Pactar a toda costa algunas veces con quien te quiere eliminar es un problema serio. Algo excepcional es lo que pasa con los que yo llamo los pobres rohingyas, la única de las 135 etnias de Myanmar, de la dictadura, que no es reconocida por el Estado y además intenta eliminar físicamente. ¿Qué haces? ¿Pactas o no pactas? El pacifismo a ultranza a veces hace esclavos.














Carta de Lucía Folino a Tinelli:

Mar 2008

NO, TINELLI, NO... BOICOT A LA BOLOCCO.
Escrito por: lucia-angelica-folino el 31 Mar 2008 - URL Permanente

¿Por qué 500.000 dólares mensuales para la ex de quien saqueó el país y nos depositó directamente en manos de la desesperanza que convalidó su socio político De la Rúa?

¿A quien le interesa la imagen de una cincuentona prefabricada a base de colágeno y cirugías, que lo único que hizo en su vida fue traicionar a los humildes (dicen que se acostaba con Pinochet y por eso fue Miss Universo pero no me haré eco de lo que no puedo afirmar sino como un rumor tendencioso) y, con aberrante popularidad aprovecharse de su cuerpo para vender una imagen de éxito ficticia que vive de alimentar el morbo?

¿Qué Ética tiene darle prensa masiva a una señora chilena si no fuera porque te estás exhibiendo como cabeza del entreguismo mediático, tras heredar la posta del padrino Gerard Sofovich, quien lo hizo ante las cámaras y en tu propio programa, para más INRI?

El posmodernismo se acabó desde que llegó la libertad de expresión de la mano de la red virtual.

El secuestro de tus hijas, la crisis del campo -por la mentira del oficialismo al afirmar que existían reservas, récord en recaudaciones y menos de dos dígitos anuales de inflación-, el patoterismo autocrático de los Moyano y los Delía, el encubrimiento de Sony BMG, que me ocultó en el Top Manta arteramente para hacer que Sabina pidiera perdón llorando a la ex reina de belleza menemista, la miseria económica de los que mayoritariamente componen tu público de encendido (entre el Real de Madrid y Llamazares), los robos, las usurpaciones, la violencia gratuita, las muertes súbitas, el deterioro de la cultura pública en la que vos te educaste, el promedio bajísimo de edad de vida en nuestro país, la ostensible y pedante actitud de las Iglesias que como clubes de fútbol llevan y traen agua para sus molinos de viento, la enfermedad de los agobiados por el amordazmiento, la imagen de la mujer objeto que supiste alimentar, por enumerar solo algunos males visibles... ¿te dejan dormir en paz por la noche sabiendo que no hiciste sino alentarlo con sumas millonarias a tu disposición?

Por mi parte, voy a proponer un BOICOT A BOLOCCO.

Un inmediato cambio de emisora, o mejor un apagado del televisor, si ella aparece en cámara y cobra la irritante y abultada suma por ser quien es: el símbolo de la decadencia sudamericana.

Te pido que reflexiones tal como hiciste con las cámaras sorpresas (un bochorno ficticio que ponía de relieve a los Servicios de espionaje más torpes del mundo) y las burlas pedantes a inocentes (celular en mano, osssssssssso al afable, groserías y chistes fáciles con bandera de Boca o San Lorenzo).

Aplaudí el giro del programa cuando empezó a mostrar habilidades reales entre famosos (porque salen en la tevé) y desconocidos (de gran valor). Bah, la idea la di yo, cuando fui con el megáfono a tu primer programa del 2006 o 2007 y me grabaron diciendo un discurso que no te involucraras en la complicidad del pasatismo.

Ahora, te lo digo por aquí. Es igual. A la larga o a la corta todo llega.

Lu.

UNITE AL NO, TINELLI, NO.

a difundir lo que debe ser difundido y dejarse de payasadas.





camelkill: Tu anomato y tus intervenciones son pan para los poderosos. Y vos sos un empleado del sistema. No sos el dueño.

¿Por qué me boicoteás?
Dentro de un rato voy a subir una entrada nueva, si hay dos mil blogs sueltos o entradas nuevas que repiten lo que yo digo se pierde definitivamente.
Tus encuestas y denuncias no aportan algo que no sepamos.

necesito hablar con vos. Estás desperdiciando la oportunidad de cambiar las cosas. Si no te animás a llamarme 4205 0927 escribime.



¿En qué poema hablo de LOS TORCIDOS DERECHOS?

domingo, 8 de marzo de 2009

Olga Orozco

OLGA OROZCO

Alrededor de la creación poética


La poesía puede presentarse al lector bajo apariencia de muchas encarnaciones diferentes, combinadas, antagónicas, simultáneas o totalmente aisladas. De acuerdo con las épocas, los géneros, las tendencias, puede ser, por ejemplo, una dama oprimida por la armadura de rígidos preceptos, una bailarina de caja de música que repite su giro gracioso y restringido, una pitonisa que recibe el dictado del oráculo y descifra las señales del porvenir, una reina de las nieves con su regazo colmado de cristales casi algebraicos, una criatura alucinada con la cabeza sumergida en una nube de insectos zumbadores, una señora que riega las humildes plantas de un reducido jardín, una heroína que canta en medio de la hoguera, un pájaro que huye, una boca cerrada. ¿Cuál es la imagen verdadera de este inagotable caleidoscopio? La más libre, la más trascendente sin retóricas, la no convencional, la que está entretejida con la sustancia misma de la vida llevada hasta sus últimas consecuencias. Es decir, la que no hace nacer fantasmas sonoros o conceptuales para encerrarlos en palabras, sino que hace estallar a los fantasmas que las palabras encierran en si mismas. Recorrer la trayectoria de la poesía desde la formulación del encantamiento y su consecuente palabra de poder, hasta la época actual, es un camino en doble espiral, tan largo como la génesis del lenguaje y tan tortuoso como la historia del hombre. Analizar el lenguaje de la poesía en sus sonidos y en sus resonancias es atrapar a un coleóptero, a un ángel, a un dios en estado natural y salvaje y someterlo a injerto y disecciones, hasta lograr un cadaver amorfo.. Los poetas conviven con las palabras. Sí, las nutren, las mastican, las aplastan, las pulverizan; combaten por saber quien sirve a quién, o pactan con ellas, o tienen una relación semejante a la de los amantes. La poesía es un organismo vivo, rebelde, en permanente revolución, en permanente metamorfosis. Pero los fonemas, los antónimos, las aféresis, las paragoges, las aliteraciones, las arritmias, los yámbicos, al igual que ciertas ideas fijas, son los parásitos de las palabras; producen enfermedades incurables, vicios rutinarios, vejeces prematuras que conducen a las academias de la prosodia, a los hospitales de la semántica y al panteón de la etimología. Condensando todos los ismos que unen y separan, como los verdaderos istmos, reuniendo en un solo cuerpo las palabras que nacen, crecen, mueren, y renacen, sólo puedo decir que mas allá de cualquier posible discrepancia de acción y de fe, la poesía es un acto de fe, una crítica de la vida, un cuestionamiento de la realidad, una respuesta frente a la carencia del hombre en el mundo, una tentativa por aunar las fuerzas que se oponen en este universo regido por la distancia y por el tiempo, un intento supremo y desesperado de verdad y rescate en la perduración. Ignoro cuál sería el porvenir de la poesía en un mundo regido por una técnica impensable o por una imposible perfección. Silencio, canto de alabanza colectivo, escalofriante mecánica que se genera a si misma, tal vez y digo tal vez, porque no puedo dejar de creer que la poesía no sea una infinita probabilidad. Pero no puedo pensar en un mundo perfecto, sin muerte, sin restricciones, sin tú y yo. Mientras tanto, aquí y ahora, el poeta elige su expresión. Elige la palabra como elemento de conversión simbólica de este universo imperfecto. La idea de que el nombre y la esencia se corresponden, de que el nombre no sólo designa sino que es el ser mismo y que contiene dentro de sí la fuerza del ser, es el punto de partida de la creación del mundo y de la creación poética. Separado de la divinidad, aislado en una parte limitada de la unidad primera o desgarrado en su propio encierro, el individuo siente permanentemente la dolorosa contradicción de su parte de absoluto y de sus múltiples, efervecentes particularidades. Quiere ser otro y todos sin dejar de ser él, no invadiendo sino compartiendo. Ese sentimiento de separación y ese anhelo de unidad, sólo se convierten en fusión total, sumultánea y corpórea, en la experiencia religiosa, en el acto de amor y en la creación poética. El “yo” del poeta es un sujeto plural en el momento de la creación, es un “yo” metafísico, no una personalidad. Esta transposición se produce exactamente en el momento de la inminencia creadora. Es el momento en que la palabra ignorada y compartida, la palabra reveladora de una total participación, la palabra que condensa la luz de la evidencia y que yace sepultada en el fondo de cada uno como una pregunta que conduce a todas las respuestas, y comienza a enunciarse con balbuceos y silencios que pueden corresponder a todos y cada uno de los nombres que encierran los fragmentos de la realidad total. Su resonancia se manifiesta en una sorpresiva paralización de todos los sistemas particulares y generales de la vida. El poeta, con toda la carga de lo conocido y desconocido, se siente de pronto convocado hacia un afuera cuyas puertas se abren hacia adentro. Una tensión extrema se acaba de apoderar de la trama del mundo, próxima a romperse ante la inminencia de la aparición de algo que bulle, crece, fermenta, aspira a encarnarse, en medio de la mayor luz o de la mayor tiniebla. El ser entero ha cesado de ser lo que era para convertirse en una interrogación total, en una expectativa de cacería en la que se ignora quién es el cazador y cuál es el animal al que se apunta. Algo está condensándose, algo está a punto de aparecer. Algo debe aparecer o el universo entero será aspirado en una dirección o estallará con un estrépito ensordecedor en otros miles de fragmentos. El poeta traspone, entonces, las etéreas murallas que lo encierran y sale a enfrentarse con los centinelas de la noche. Va a acceder al mundo del mito, va a repetir el acto creador en el limitado plano de la acción de su verbo, va a enfrentarse con su revelación. No importa que ese momento ejemplar – eterno en la eternidad como el molde del mito – tenga de este lado la duración exacta de un momento del mundo, ni que la palabra que ha usado como un arma de conocimiento y un instrumento de exploración ofrezca, después, el aspecto de un escudo roto o se convierta en un humilde puñado de polvo. Ha penetrado, de todas maneras, o ha creído penetrar, en la noche de la caída, la ha detenido con su movimiento de ascenso y ha revertido el tiempo y el espacio en que ocurría. El pasado y el porvenir se funden en un presente ilimitado donde las escenas más antiguas pueden estar ocurriendo, al igual que las escenas de la profecía. Es un tiempo abierto en todas direcciones. El vacío que precedía al nacimiento se confunde con el vacío adjudicado a la muerte, y ambos se colman de indicios, de vestigios, de señales. “¿Qué memoria es esa que recuerda hacia atrás?”, dice la Reina Blanca de Alicia en el país de las maravillas, y entonces es posible responderle que la memoria es una actualidad de mil caras, qe cada cara recubre la memoria de otras mil caras, y que el pasado ha estampado sus huellas infantiles en los muros agrietados del porvenir. Tampoco la distancia que nació con la separación existe ya. La sustancia es una sola en una milagrosa solución de continuidad. Es posible ser todos los otros, una mata de hierba, una tormenta encerrada en un cajón, la mirada de alguien que murió hace 2.500 años. Se está frente a una perspectiva abierta y circular, pero aún en los umbrales del exilio. Es un viaje largo y solitario el que se debe emprender en las tinieblas. El que se interna, amparado por la lucidez, como por el resplandor de una láMpara, no ejercita sus ojos y no ve más allá de cuanto abarca el reducido haz luminoso que posee y transporta. El que avanza a ciegas no alcanza a definir las formas conocidas que se ocultan tras los enmascaramientos de las sombras, ni logra perseguir el rastro de lo fugitivo. No hay conciencia total, ni abandono total. No hay hielo insomne ni hervor alucinado. Hay grandes llamaradas salpicadas de cristales perfectos y grandes cristalizaciones que brillan como el fuego. Hay que tratar de asirlas. Hay que encender y apagar la lámpara de acuerdo con los accidentes del camino. Los senderos son engañosos y a veces no conducen a ninguna parte, o se interrumpen bruscamente, o se abren en forma de abanico. Hay muros que simulan espejismos, imágenes comprometedoras que se alejan, ejércitos de perseguidores y de monstruos, apariencias emboscadas, objetos desconocidos indescifrables que brillan con luz propia, terrenos que se deslizan vertiginosamente bajo los pies. Se viven confusiones desconcertantes entre la pesadilla y la vigilia, lo familiar resulta impenetrable y sospechoso y lo insólito adquiere la forma tranquilizadora de lo cotidiano. Se tiene la sensación de haber contraído una peste que puede producir cualquier transformación, aún la más imaginable, y hay una fiebre que no cesa y que parece alimetarse de la duración. El poeta cree adquirir poderes casi mágicos.

Intenta explorar en las zonas prohibidas, en los deseos inexpresados, en las inmensas canteras del sueño. Procura destruir las armaduras del olvido, detener al viento y las mareas, vivir otras vidas, crecer entre los muertos. Trata de cambiar las perspectivas, de presenciar la soledad, de reducir las potencias que terminan por reducirlo al silencio. A lo largo de todo este trayecto, la palabra – única arma con que cuenta para actuar – se ha abandonado a las fuerzas imponderables o ha asumido todo el poder de que dispone para trasmutarse en el objeto mismo de su búsqueda. Por medio del lenguaje, emanación de la palabra secreta, el poeta ha tratado de trascender su situación actual, de remontar la noche de la caída hasta alcanzar un estado semejante a aquel del que gozaba cuando era uno con la divinidad, o de continuar hacia abajo para cambiar lo creado, anexándole otros cielos y otras tierras, con sus floras y sus faunas.

El hecho es el mismo: es la repetición del acto creador por el poder del verbo. Por el poder del verbo, el poeta se ha entregado a toda suerte de encadenamientos verbales que anulan el espacio, a ritmos de contracción y de expansión que anulan el tiempo, para coincidir con el soplo y el sentido de la palabra justa: del “séase” o del “hágase”. Pero el poder del lenguaje es restringido por todo el precario sistema de la condición humana. La palabra secreta, capaz de crear un mundo o de devolver éste a sus orígenes, no se manifiesta a través de ninguna aproximación. El poeta ha enfrentado lo absoluto con inumerables expresiones posibles, solamente posibles, con signos y con símbolos que son la cosa misma y que suscitan también imágenes analógicas posibles, solamente posibles. Entre ese inabordable absoluto y este reiterado posible se manifiesta la existencia del poema: lo más próximo de esa palabra absoluta. El poema: un instrumento inútil, una proyección del acto creador que fue descubierto. Para el poeta ha terminado. Al lector le corresponde entonces instalarse frente al poema, que interroga y responde, en su condición de objeto y sujeto.

Retomar el mecanismo de la revelación.

NOAM CHOMSKY

- NO SOY UN DON QUIJOTE, POR QUE MIS MOLINOS DE VIENTO SON REALES - CHOMSKY -



Lingüista revolucionario, activista tenaz y sempiterno idealista. Noam Chomsky (Filadelfia, 1928) es uno de los intelectuales estadounidenses más conocidos y mejor valorados fuera de su país. Pero en EE UU sólo quienes están vinculados a los círculos políticos de izquierdas no descafeinadas saben su nombre.

A él no le sorprende: por algo es el autor de libros como Los guardianes de la libertad. En él, junto a Edward Herman, desmenuzó en los ochenta el modelo de propaganda que impera en los grandes medios de comunicación estadounidenses, analizando cómo y por qué determinadas informaciones y opiniones -como la suya- se silencian sistemáticamente. Ahora, cuando acaba de cumplir 80 años, coinciden en las librerías españolas un libro suyo, Sobre el anarquismo (Laetoli) y Entrevista a Noam Chomsky, de Vicenç Navarro (Anagrama).

Anarquista declarado y tan optimista como para seguir apostando por un futuro donde el socialismo libertario vuelva a hacerse realidad, como ocurrió durante la Guerra Civil española, aún ocupa un despacho en el MIT (Massachusetts Institute of Technology), donde ha sido profesor de lingüística desde los años cincuenta. Oficialmente se jubiló a principios del siglo XXI, pero sigue acudiendo a diario al edificio de formas sinuosas y colores chillones diseñado por Frank Gehry que alberga el departamento de filosofía y lingüística del MIT en Cambrigde (Massachusetts). Se diría que su luminosa estancia, llena de libros y presidida por una enorme foto de Bertrand Russell, es su segunda casa.

La otra parte de su vida, la de activista político, tampoco apunta hacia la jubilación. Tras haber publicado decenas de libros, la mayoría para criticar la política exterior estadounidense Chomsky sigue escribiendo y recorriendo el mundo dando conferencias. La nula respuesta de Obama a la invasión israelí de Gaza, la lluvia de millones para salvar a los bancos de su país o el resultado de las recientes elecciones estadounidenses son temas que siguen haciendo pensar a este octogenario sereno, que no aparenta su edad y que recibe a EL PAÍS en vaqueros y zapatillas deportivas.

Pregunta. El modelo económico de la prensa tradicional atraviesa sus horas más bajas. ¿Cree que los cambios que se están produciendo, motivados en parte por el peso que ha tomado Internet favorecen la irrupción de grupos sociales con menos poder en el ámbito de la comunicación?

Respuesta. Las fuentes de información todavía están en la prensa tradicional. Internet te da más variedad de opiniones, pero si realmente quieres saber los hechos, qué es lo que está pasando en los sitios, las opciones siguen siendo las mismas. No hay tantas fuentes de información como parece. Yo creo que la prensa tradicional va a sobrevivir. Encontrarán una manera de entender y utilizar la Red en su propio beneficio. Eso sí, la calidad sigue disminuyendo. La información es hoy más homogénea que nunca.

P. ¿No cree que las puertas que ha abierto la Red constituyen una amenaza para ese sistema de poderes del que usted hablaba en Los guardianes de la libertad?

R. Internet es un sistema muy valioso, pero también está amenazado.
La próxima batalla es la lucha por la net neutrality. El acceso a Internet ya está restringido porque hay que pagar por él, pero ahora las empresas quieren que sea más fácil llegar a unas webs que a otras, en detrimento de quienes no pueden pagar por estar entre las de acceso rápido. Hay que evitar que eso ocurra.

P. Usted es uno de los mayores críticos con la política internacional de su país, pero, curiosamente, sus opiniones raramente aparecen en la prensa estadounidense.

R. Estados Unidos probablemente sea el país con el mayor grado de libertad de expresión del mundo, el Estado tiene capacidades muy limitadas para reprimirla porque en 1964 abolió el llamado acto de sedición. Pero la libertad tiene muchas dimensiones y otras formas de control, por ejemplo a través del impacto de la concentración de capital. Por eso usted verá mis artículos en Johanesburgo, pero no en The New York Times.

P. Europa siguió las pasadas elecciones presidenciales con detalle casi enfermizo. ¿Por qué cree que Estados Unidos sigue fascinando a los europeos?

R. El mundo de las relaciones internacionales es bastante parecido a la mafia. Y si tienes una tienda pequeña, te preocupa lo que piense el padrino, porque es peligroso. Europa se preocupa de lo que el padrino piensa, pero no creo que en realidad siguiera la campaña. Siguió todo lo que es superficial, sin entrar en los programas.
P. ¿Cree que la crisis económica podría provocar una crisis de valores que lleve a un cambio en la forma de organizarnos social y políticamente?

R. Ya está ocurriendo, creo que está bajo la superficie, y la mayoría de la gente la está empezando a sentir de forma instintiva. En la literatura popular del siglo XIX, uno de los temas principales es que quien trabaja el molino debería poseerlo. Hay muchos escritos de la revolución industrial de campesinos que dicen: ’El sistema industrial nos ha quitado nuestra cultura, nuestra individualidad, nos ha convertido en herramientas en manos de otros’. Esas cosas las escribió gente que jamás había oído hablar del anarquismo o del marxismo, pero lo pensaba de forma instintiva. Esta crisis vuelve a impulsar esas ideas.

P. Según los políticos, la mayor amenaza para la seguridad mundial ya no es el terrorismo, sino la inestabilidad provocada por la crisis. ¿Cómo interpreta usted ese mensaje?

R. Inestabilidad tiene un significado técnico: subordinación a EE UU. ¿Qué ha hecho Obama para lidiar con la amenaza? Rodearse de gente que contribuyó a crear esta crisis, como Timothy Geithner, Laurence Summers, los banqueros, y encontrar una fórmula para rescatar el sistema que ellos dominan y controlan. Todos los millones que Occidente está volcando para salvar sus instituciones financieras no sirven de nada frente a una crisis mucho mayor: hay mil millones de personas al borde de la muerte por inanición. Ésa es la crisis verdaderamente grave, y ese dinero no hace nada por ellos. Curiosamente, no lo he leído en un periódico americano, sino en uno de Bangladesh. Lo que más me sorprende, además, es que los periodistas de aquí nunca mencionen que todas las medidas que ha tomado Obama son exactamente las contrarias que el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) recomiendan a los países pobres para salir de sus crisis.

P. Acaba de cumplir 80 años, ¿qué le hace seguir luchando?

R. Imágenes como ésa. [Chomsky indica un cuadro que cuelga de su despacho en el que se ve al ángel exterminador junto al cardenal Romero y seis intelectuales jesuitas asesinados en El Salvador en los ochenta por los escuadrones de la muerte]. Uno de mis fracasos es que ningún estadounidense sepa qué significa ese cuadro.


P. ¿Se ha sentido alguna vez como un Don Quijote?

R. No, porque los molinos son reales y algunos incluso los hemos abatido."La prensa tradicional hallará la forma de usar la Red en su beneficio" "La calidad de la información sigue bajando: cada vez es más homogénea