sábado, 16 de junio de 2012

Beatriz Adriana Lichinchi por Daniel Heller.

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ENTREVISTA
Al rumor de tus tangos, Varela






Viene de cantar en Europa. Está a punto de volver al ruedo en Buenos Aires. Sigue sola, y dice que su entrega en el amor nunca es completa. Adriana Varela habló con Viva de su historia de muchacha peronista, del Polaco Goyeneche y de sus miedos.




Diego Heller.
dheller@clarin.com




Fue, es y será noctámbula. Le cuesta arrancar, y eso que el mediodía hace rato que descansa en paz. Pide disculpas por su cara de siesta, por algún derrape en sus ideas, también por la pinta. "No es para tanto, mujer", dan ganas de consolarla. Recién venida del sueño y todo, con unos cincuenta años encima (su edad es un arcano; ella quiere que siga siéndolo), Adriana Varela bien puede subir al podio en la categoría veteranas.

Esos ojos, negros como el cuervo de Poe, flamígeros en el enojo, acaso sean su secreto. Fuma (muchos) cigarrillos light; fumando espera que la charla tome forma. El mate -con algún yuyo, Dios sabe cuál- va y viene; matiza este primer round verbal, el que suele ser de estudio. De entrecasa, Adriana no es la "enigmática mujer escotada y blanca" que desveló al escritor español Manuel Vázquez Montalbán. (Tampoco una matrona en bata, eh.) Habla con su vozarrón, ése que hipnotiza a catadores de tangos de toda la galaxia. Si escenario arriba canta con el cuerpo, en su casa dice con las manos. Es, vista de cerca, tal como se la ha descripto: vehemente, arrabalera, sensual. Sobre el final de la charla, algo soberbia: "En el exterior piden a Adriana Varela, no a un show de tango", dirá en una tercera persona que supo ser privativa del Diego. Pero esa expresión será al cabo un accidente. El resto de la tarde parecerá una mujer que no sabe lo que quiere pero lo quiere ya. Una tipa lúcida cansada de psicoanálisis, cultora del ocio no creativo y cercada por los miedos.

Afuera, allende el balcón, el cielo gris plomizo anestesia Palermo. Es un día ideal para contar historias. Para oír confesiones. Una muchacha y una guitarra. Quiso el destino que le tocara nacer hija de padres esclarecidos. El, Osvaldo Lichinchi, técnico químico; ella, Amalia Curia, maestra en Dock Sud. Avellaneda, su terruño, aún era una ciudad fabril cuando Adriana llegó al mundo, el 9 de mayo de un año que jamás dirá. Papá Osvaldo escuchaba jazz, era socialista. Mamá Amalia descubría a la Piaf y, digna hija de don Guerino, era peronista hasta el caracú. "Mis viejos eran tipos muy modernos. Por casa pasaban monseñor Podestá, Romero Brest, gente así... Pero el gran pater familiae era mi abuelo, un veterinario que trabajaba en el frigorífico La Negra y traía a casa todo lo que tenía que ver con las movidas sociales."

Varela vivió una típica infancia de barrio, pero con sobremesas a pura política. "Así, en mi adolescencia ya era zurdita: peruca y zurdita. Siempre fui una mina muy enterada de lo que era la conciencia de clase", rememora. Gustavo, su hermano, pintaba para artista plástico. Ella, probaba los lábiles límites paternos: "Yo era una pendeja muy hincha pelotas, muy inquieta y rebelde. Mi transgresión pasaba por salir con chicos y volver tarde; por fumarme un faso en el cuarto, encanutada, con la música al mango, hablando de machos con mis amigas".

Era la que tocaba la guitarra, y sorprendió a más de uno cuando anunció que perseguiría un diploma de fonoaudióloga. "Terminé en la Universidad del Salvador, aunque no era una concheta típica, porque era donde mejor dictaban la carrera. Igual, todas las manifestaciones las hacía con la UBA", cuenta. Resumiendo: al cabo de unos años nuestra chica, que ya dejaba una estela de piropos a su paso, ya trajinaba pasillos de hospitales y consultorios. No había elegido una especialidad fácil, para nada. "Me dedicaba a los pacientes neurológicos que tienen afasias, es decir lesiones en determinada área del lenguaje. Trataba a afásicos y quise ver qué coño decían cuando decían boludeces. Me decía: No puede ser casual que digan una palabra por otra. Quería saber por qué el discurso de un afásico es tan parecido al de un psicótico, pero los neurólogos no me daban bola. Al final, me encontré con un librito de Freud, Las mal llamadas afasias. Me confirmó muchas cosas, y desde ese día empecé a estudiar lingüística y psicoanálisis." Eso, dice, ocurrió cuando amanecían los ochenta. Mientras tanto, maduraba la idea de casarse.

Al compás del corazón

Héctor Hugo Varela, hasta la fecha su único marido, era tenista profesional.
Uno de los talentosos que quedaron opacados por Vilas y Clerc, dicen los que lo vieron jugar.

Jugó varios torneos del Grand Slam y algunos partidos en la Copa Davis. Se retiró joven -de las canchas, de la vida de su mujer- y se convirtió en un buen entrenador. Es el padre de Rafael y Julia, los hijos de Adriana. No era, en los tempranos ochenta, el candidato obvio para tan combativa muchacha: en los courts la revolución no es un sueño eterno. "¿Cómo terminé casada con un tenista? Mi marido era el peruca del tenis, que tenía un ambiente bastante difícil, sobre todo en la época más dura. Yo iba al Buenos Aires (el Lawn Tenis) o al Argentino a ver partidos, y mientras tanto desaparecían amigos nuestros. A la vez, para los tipos más cogotudos, yo era muy pintoresca y divertida. Imaginate, les cantaba temas de Pedro y Pablo o Spinetta", lanza la carcajada. Acompañando a su marido, Varela pasó años recorriendo el mundo, de torneo en torneo. Llegaron los hijos y un día todo se terminó.

"Yo pasé diez años casada y feliz: no fueron años de absoluta tranquilidad, sino de absoluta vertiginosidad. Peleábamos mucho, de puro apasionados, pero éramos una pareja muy copada."

Cuando te separaste, te quedaste con su apellido y con los chicos. Tu ex marido, ¿con qué se quedó?

Supongo que con cosas muy buenas mías. Yo no compartiría todo lo que compartí con él; hoy no convivo con alguien ni en pedo. Sólo convivo con mis hijos, y no es fácil. Y pensá que yo me había casado para convivir y para tener hijos. Tenía el sueño de cualquier mina, quería ser una Susanita.

¿Y con quién te peleabas cuando te quedaste sola?

Con nadie. Me la comía y hacía mucha terapia. Por eso, ahora creo que en realidad la etapa del psicoanálisis ya fue: yo me intoxiqué con el psicoanálisis.

¿Llegaste a usarlo como muleta?

Claro, pero en esa época era así. La clase media tenía esa muleta: era muy fuerte lo que vivíamos. Más que resolver el tema de una patología, en el análisis buscábamos alguien que nos contuviera.

Antes de hartarte del diván, ¿qué descubriste de tu psiquis?

Que el deseo es mi motor, lo único que me salva de la locura, lo que me hace seguir en pie. Si no deseara, estaría mirando al sudeste.

¿Algo más?

Y... que la compulsión a la repetición es lo más difícil de resolver. Eso de volver a hacer lo mismo que te hace mal.


Al caer en esas repeticiones, ¿no te deprimís?

Claro. Te agarra un ataque de locura. Te decís: ¡La puta madre!


Otra vez en el mismo punto de partida, loca. Porque sabés cómo termina el librito, sabés el final de la novela. Pero de nuevo caés en la misma escena ridícula.

¿Hablás de tu vida amorosa?

Obviamente. ¿De qué te va a hablar una mina? Yo te puedo hablar de tango, de la vanguardia, pero sería una careta si no te hablara de mi vínculo con los tipos.


Adriana y los miedos

Cacho Castaña, uno de sus grandes amigos, supo definirla como nadie. "Parece que ya nada le sorprende/ parece saber todo de la vida/ parece, pero no es lo que parece/ es una gata herida", la semblanteó en La gata Varela.

Sos complicada, parece...

Tengo pinta de complicada, ¿no?

Creo que soy lo más parecido a una histérica, y no te hablo sólo del plano de la seducción. Yo más bien tengo esa cosa histérica de no pertenecer. Por ejemplo, no me creo una tanguera; digo que soy una fonoaudióloga que canta tangos. Tengo esa cosa histérica de querer quedar siempre afuera. Y no es por narcisismo. Es algo mucho más profundo: la idea de que nadie es dueño de mí.

Una idea que no te debe ayudar a la hora de encontrar una pareja.

Eso es lo más dificultoso con los tipos. Saben que conmigo hay entrega, pero que nunca es total. Yo no tengo dueños ni en lo laboral ni en lo cotidiano. Tal vez lo hago porque tengo miedo de perder la identidad absolutamente.

Y a la hora de pensar tus vínculos personales, ¿no te proyectás al futuro y te da temor envejecer sola?

La verdad es que miedo le tengo a todo. El año pasado empecé a tener conciencia de mis miedos: yo no sabía que tenía tantos. Me agarró una especie de fobia, lo que ahora se llama panic attack, y llegué a consultar con un psiquiatra. Ultimamente soy una mina miedosa. Lo loco es que yo era una mina muy mandada.


Sería la crisis de los cincuenta.

No, fue una cosa más profunda, una cosa de inseguridad absoluta; de preguntarme adónde voy, qué estoy haciendo. Me agarró fuerte el año pasado, y no pude viajar a EE.UU. ¿Cómo voy a cantarle a estos hijos de puta que declaran la guerra?, me dije. No estaba de ánimo, y no pude caretearla. Ahí también me di cuenta de que era dueña de mis actos.

Antes, mucho antes de su era del miedo, Varela se halló en una encrucijada. Recién separada, sin un mango, hastiada del rock, buceó en lo oculto. "A comienzos de los noventa me fui a buscar a los tangueros porque estaban ocultos. ¿Cómo llegué ahí? Porque un día me alquilé la película Sur y lo vi al Polaco Goyeneche: me partió la cabeza, entendí por primera vez el tango." El encuentro de su vida fue en el Café Homero, el refugio de las viejas glorias del género.

"El Polaco cantaba con las vivencias a flor de piel. Estaba roto, cargaba con una fractura interna; me impactó muchísimo, desde lo más visceral. Yo, cagada de miedo, me acerqué a él. No sé cómo, pero me obligó a cantar." Pasaron catorce años y siete discos desde aquel día, el del debut. Lo recuerda como si fuera hoy. "A partir de ahora, donde vaya yo vas a venir vos, me dijo, sin saber que definía mi proyecto. Yo tenía una sed, una carencia, un agujero y la música empezó a calmar mis angustias vitales. El tango no fue una elección de profesión para mí. Por eso siempre digo: No sé si no voy a volver al consultorio. Si no cantara, estaría atendiendo pacientes", (se) dice.

Cadícamo, De Lio, Stamponi: un seleccionado de glorias la cobijó, la protegió de tanto maledicente que desconfiaba de su éxito fácil. "Eran señores tangueros. Tenían un código, el de la Buenos Aires de los años 20, que me sedujo profundamente. Si canto tangos es porque me copó esa historia."

A cambio, ¿qué le diste al tango?

No sé. Lo único que puedo decir es que cuando yo empecé a cantar, nadie se acercaba al tango.
Para el entorno mío yo era una loca; no sólo me había separado, sino que había dejado el consultorio por el tango. En esos días, en el tango sólo había gente grande. Yo era la nena del ambiente, y el Polaco, que me cuidaba como a una hija. Con él aprendí a cantar sin partituras, a salir al toro, a dominar el temor antes de salir al escenario. Aunque, desde que me agarró la fobiecita esta, resulta que tengo más miedo que antes.


Il dolce far niente

La cantante de tangos más exitosa, la que se la pasa de gira por el exterior, es una caja de sorpresas. Viene de triunfar en Grecia y España y está por dar una serie de shows en Buenos Aires, pero se dispone a cometer sincericidio.

Dirá que no le gusta viajar y que a veces no tiene ganas de cantar. "Me rompe las pelotas viajar. Esto de cambiar de hotel, de desarmar y armar valijas es un plomo. ¿Sabés dónde descanso? En el escenario: ahí está todo bien. Aunque hay días en que tener que ir a cantar es un garrón terrible: hay que producirse, es todo un rollo.

Lo que más me gusta en la vida, y te lo digo sin prejuicio, es hacer huevo. Me encanta estar sin hacer nada: tomar mate con mis hijos, leer ensayos de psicología..."

¿Nunca un ataque de frivolidad?

Mi parte frívola es como la de cualquier mina: tengo el deseo de estar guapa, aunque me cueste mucho más que antes. Lo que no tengo son los típicos apetitos de los nuevos ricos. Yo no sueño ni con una casa en un country ni con una súper lancha. Mi deseo es terminar de laburar, llegar a casa, tirarme en la cama y ver una película de terror. Es un deseo más bien mediocre, ¿no? �