lunes, 16 de enero de 2012

Laiseca - P.12

03/Nov/04

Alberto Laiseca: "Con el humor se envuelve lo insoportable"


Página/12 entrevistó a Alberto Laiseca con motivo del relanzamiento de Los Soria, su obra cumbre, de la que hasta hoy se publicaron apenas 350 ejemplares.



(Página/12) Los Sorias podría ser, por el título, una saga familiar española, pero es una epopeya de más de 1300 páginas que se desarrolla durante el reinado mundial de tres dictaduras: Soria, Unión Soviética y Tecnocracia
. Este libro, un monumento a la excentricidad del último escritor excéntrico de la literatura argentina, pronto se transformó en un mito de circulación clandestina: muchos hablaban de la novela, pero pocos la habían leído. Alberto Laiseca tardó diez años en escribirla -la terminó en febrero de 1982-, más de 16 en publicarla (una primera edición de apenas 350 ejemplares, en 1998) y hasta se tomó el trabajito de medirla: tiene 30.000 palabras más que el Ulises de Joyce. Según Ricardo Piglia, "es la mejor novela que se ha escrito en la Argentina desde Los siete locos". Pero el embrión de la historia empezó cuando el escritor tenía nueve años. "Estaba muy solito y la única defensa que tenía, en un ambiente injusto, era la imaginación: creaba seres poderosos que hacían todo lo que querían, que era todo lo contrario de mi vida personal. Con mi pandilla, allá en Camilo Aldao, fue la única vez que tuve una tecnocracia física y verdadera. Tenía seis chicos bajo mi mando despótico. Es la única victoria que tuve", dice Laiseca en la entrevista con Página/12, y sus carcajadas guturales resuenan en el austero y pequeño departamento en el que vive, en Caballito, con dos gatas -madre e hija- y dos perros. "Les decía que yo tenía una cueva secreta instalada en algún lugar, llena de soldados. Y ellos se lo creían, hasta me lo creía yo."

La historia de Los Sorias (que acaba de publicarse por Gárgola Ediciones, en una tirada de 1500 ejemplares, que incluye un mapa, dibujos y pentagramas) arranca en una pensión: Personaje Iseka abre los ojos y se enfrenta con sus compañeros de pensión: Juan Carlos y Luis Soria, que no lo dejan vivir en paz y le preguntan para qué escribe y por qué. "Los Sorias aniquilan al enemigo por saturación", piensa Iseka, que vive justo en el límite de la ciudad compartida entre sorias y tecnócratas, y decide cruzar la frontera e instalarse en Monitoria, ciudad capital de Tecnocracia, donde gobierna Monitor, un dictador que se cree dueño de la verdad, un iluminado que odia la música dodecafónica y la pintura abstracta —porque son artes sin trascendencia—, y que está empecinado en hacer campañas contra los contrabandistas de fósforos a pilas. Por aquellos días, el mundo estaba dividido políticamente en tres grandes "potencias" —Soria, Tecnocracia y la Unión Soviética— y varios países satélites: Chanchín del norte, Chanchín del sur, Califato de Córdoba, Protelia, Protonia Oriental, Musaraña y Baskonia, entre otros. Novela llena de absurdos y de delirios laisequeanos, en Soria todos se apellidan Soria; en Tecnocracia, todos se apellidan Iseka, y para Monitor, los vagabundos y linyeras son como animales mágicos.

—Joyce decía que con el Ulises les había dejado trabajo a los críticos para 300 años. ¿Algo similar sucederá con Los Sorias?

—Ojalá (risas). Pero me toca vivir en un mundo un poco más extraño que el de Joyce. Cuando era adolescente, las divisiones políticas eran muy grandes, nos agarrábamos a bollos derechas, izquierdas, centros, liberalismos y conservadurismos. En lo que todos coincidíamos era en que había que leer. Ahora, en cambio, cada vez se lee menos y hay que luchar para que la obra quede. Es una guerra total contra la pérdida del tiempo de los chicos, que en vez de leer libros juegan con los jueguitos electrónicos o chatean al pedo.


—¿Cómo se generó el mito de Los Sorias? Muchos hablaban de la novela, sin que estuviera publicada.

—Piglia, Aira y Fogwill leyeron el original y ellos se encargaron de hablar de la obra. Y entonces se generó un mito: esa obra larguísima y buenísima que casi nadie había leído. El mito tiene una gran fuerza porque hace que la gente se interese, busque el libro y haga sacrificios para tenerlo. La primera edición de Los Sorias, si bien era limitada, de 350 ejemplares, se vendió toda. No se vendió en el día, porque no soy best-seller; me encantaría, pero no lo soy. Soy long-seller.

—En la novela desarrolla una concepción sobre el poder. ¿Cambió mucho ese análisis a la luz del presente?

—¿Qué hacer con el poder? Estoy a favor del poder, hay que tenerlo. Como decía Lao Tse: "El que desee perder poder, primero deberá tener poder", porque no podés perder lo que nunca tuviste. Para mí, el poder hay que aplicarlo de manera humana. Por eso, la novela también se refiere a la humanización del dictador y del poder, que son motores sincrónicos: ninguno puede funcionar sin el otro. No cambió mucho la cuestión del poder en la realidad porque se siguen cometiendo los mismos errores garrafales. No hemos podido humanizar el poder. La gente no aprende nada.

—¿Por qué suele decir que no hay diferencia entre la teología y la ontología?

—Me parecen divisiones artificiales. No hay diferencia alguna entre la teología, la ontología, la metafísica, porque son una misma cosa. Si hablamos en términos estrictamente metafísicos, los filósofos discuten hasta el día de hoy los problemas del ser y la nada, pero además habría que agregarle el problema del anti-ser, que no tocó ningún metafísico. El anti-ser existe, desea la destrucción del universo que no fue capaz de crear. Desgraciadamente, nosotros, los humanos, le estamos haciendo el juego al anti-ser porque estamos muy corrompidos a nivel ontológico o teológico, que para mí es lo mismo. Doblamos las rodillas frente al Dios del Mal y así nos va: aumenta la intolerancia y la deshumanización.

—¿Qué haría si usted estuviera en el lugar del despótico Monitor?

—Duraría aproximadamente 15 días como gobernante, pero no porque me fueran a derrocar, sino porque me moriría de estrés por la responsabilidad (risas). Cuando suben al gobierno, los políticos están con las sonrisas de oreja a oreja, chochísimos. Pero en la antigua China, cuando el emperador le daba a alguien un alto cargo, los amigos se acercaban a darle el pésame, no iban a felicitarlo: "Me nombraron ministro, ¡qué horror!". Ahora, no; todos chochos porque se van a llenar los bolsillos. Al que tiene amor por el pueblo, y lo nombran en un cargo importante, se muere de estrés. No lo podés soportar porque te vas a encontrar absolutamente solo.

—¿El humor en su escritura se propone conjurar estas realidades?

—Sí, por supuesto. No sólo los lectores sino yo mismo no podría soportar mi propia obra. ¡Qué si no el humor nos ha sostenido en este tiempo terrible! El sentido del humor no quiere decir masturbación, sino que lo que decís está envuelto para que sea soportable. Pero el que quiere mirar, lo ve. No escribo críptico, está todo clarísimo.

—¿Qué piensa de lo que escribió Piglia en el prólogo de su libro: "es la mejor novela que se ha escrito después de Los siete locos"?

—Se quedó corto (risas). No se trata de ver quién es más genial. Eso es una estupidez. Lo que sí importa es que en nuestra literatura argentina hemos tenido socios fundadores: Roberto Arlt es un mojón, un punto de partida importantísimo, como lo es Leopoldo Marechal. Piglia lo ha dicho muchas veces: la narrativa argentina empieza con El matadero, de Esteban Echeverría, y tiene razón. Pero por qué no agregar el Martín Fierro, de José Hernández, y ciertamente Adánbuenosayres. Porque si decimos que mi obra es la mejor de toda la Argentina, desde que vino Pedro de Mendoza hasta hoy, estaríamos cometiendo una injusticia. Porque hay que estar en el cuero de Arlt, con las cosas que le pasaron, con lo que tuvo que luchar contra la pobreza, y la obra genial y delirante que nos dejó. Piglia se niega a negar a Arlt y me parece perfecto. Yo tampoco lo niego: ni a Arlt ni a Marechal.

domingo, 1 de enero de 2012

Silvio por Jorge Auli

Calidad, lucidez e integridad, definen el perfil del cubano Silvio Rodríguez, uno de los cantautores latinoamericanos más emblemáticos de los últimos tiempos, que tras seis años de ausencia se acaba de presentar en escenarios de Córdoba, Rosario y Buenos Aires.
El trovador cerró su gira argentina el pasado 18 del corriente en un estadio de Ferro colmado, con un recital de más de dos horas coronado por una hora más de bises. Acompañado por excelentes músicos –destacaron la flautista Niurka González y Michael Elizalde en el tres cubano- Rodríguez desglosó un repertorio donde relumbraron temas incluidos en su última grabación “Segunda Cita”, y varios de sus clásicos: “Playa Girón”, “La Maza”,  “Sueño con serpientes”, “Pequeña serenata diurna”, “Unicornio” y, entre otros,  “Ojalá”.
Entrevisté a Silvio por vez primera en México hace más de treinta años; desde aquel tiempo se cimentó una amistad con el autor de letras en las que subyacen las voces de Bertolt Brecht, José Martí y César Vallejo.
Los diálogos que siguieron con el trovador fueron varios. El que sigue es el último, en ocasión de haber publicado su libro Cancionero, de más de 600 páginas, en el que despliega cuatro décadas en una firme y creativa tarea de  composición.

- La presencia de Martí asoma entre otros temas, en“De donde crece la palma”, “Yo te quiero libre” y “El vigía”, ¿Podrías hablar de su influencia?

SR-Tu pregunta me remite a La Edad de Oro, una de mis primeras lecturas. Más exactamente a la edición que hizo Emilio Roig de Leuchsering en 1953 para celebrar el centenario del Apóstol. Este historiador tuvo la buena idea de introducir el libro, escrito por Martí para los niños, con un prólogo llamado “Martí niño”, donde cuenta la eticidad que empezó a manifestarse en Martí desde temprano. Desde aquella lectura el José Martí que me acompaña es el ser humano, el hijo, el amigo, el compañero que fue, además del patriota de espíritu cosmopolita. Así van conmigo también sus versos sustanciales y hermosos.

-A la distancia y ya con varias décadas de trayectoria, ¿qué recordás de aquel joven que debutó en 1967 en el programa de televisión “Música y estrellas”?
SR-Aquel era un joven desconcertado. Precisamente el día anterior habían terminado sus tres años de servicio militar obligatorio. El cambio de un día al otro fue tan fuerte que no se volvió loco de milagro. Pero no sólo recuerdo aquel joven sino que todavía le encuentro semejanzas con el sesentón que ahora soy. Una sigue siendo el desconcierto. Otra es la afición por los misterios.

-En el prólogo de Cancionero subrayás la importancia de la letra, ¿cuánto de tu formación pasa por la poesía?
SR-Cancionero reúne las letras de las canciones de mis discos y algunas de las muchas que se me fueron quedando por el camino. Ahí explico que cuando escribí mis primeros textos ya me guiaba alguna noción de lo poético. Y es que desde que era un niño supe que existía la poesía, gracias a mi padre. El viejo Dagoberto era un obrero agrícola que leía a Rubén Darío, a Martí, a Juan de Dios Peza, a Nicolás Guillén. Después, en los primeros años de la Revolución, pasaban por televisión un anuncio sobre Rubén Martínez Villena, con aquellos luminosos y extraños ojos suyos, mientras un locutor recitaba La pupila insomne. Aquello me hizo buscar poemas de Rubén, quien se ha quedado entre mis escasos de cabecera. En un campamento militar conocí a un recluta que leía en voz alta a Saint-John Perse, enamorado de la exuberancia de sus imágenes, de lo que me contagié hasta nuestros días. Fue por entonces cuando apareció Emilia Sánchez, una joven camagüeyana que me presentó a César Vallejo, el cholo que me condenó a la fascinación eterna. Entre esos hallazgos transcurrían los años en que empezaba a hacer canciones y a buscar poesía, como quien intuye que por esos rumbos queda lo necesario. Los últimos meses que pasé en las Fuerzas Armadas fueron en la revista Verde Olivo, que por entonces dirigía Luís Pavón Tamayo. Él me hizo leer a José Zacarías Tallet y a Eliseo Diego, poetas que me dieron un par de buenas sacudidas. También me prestó una maravillosa edición bilingüe de los sonetos de Shakespeare ―que le devolví veinte años más tarde, de estúpido que soy.

-En uno de tus primeros temas, “Mientras tanto”,  decís: “Yo tengo que hablar, cantar y gritar/ la vida, el amor, la guerra, el dolor”, ¿persiste esa idea?
SR- Cuando yo comenzaba creía que había que ampliar la temática y el vocabulario de las canciones. Tenía la sensación de que casi siempre se cantaban los mismos asuntos y, lo que era peor, más o menos con las mismas palabras. Ya yo era amigo de los poetas de la revista literaria El Caimán Barbudo y hablaba con ellos de esas cosas. ¿Por qué en las canciones no se usa la palabra herramienta?, decía uno, ¿o zapato?, agregaba otro. Así que hubo un tiempo en que anduve a la caza de palabras que no se usaban, para hacer canciones con ellas. Esa búsqueda a veces me llevó hasta vocablos que la moral predominante discriminaba. De ahí salió que “La era está pariendo un corazón” era contrarrevolucionaria —porque para algunos la palabra parir era inmoral, y mucho más puesta en una canción. O sea que declarar que pretendía cantar y gritar la vida, el amor, la guerra, el dolor, era poco menos que un sacrilegio. Debo admitir que todavía me interesa cantar lo que resulta un reto; lo prohibido siempre es interesante, sobre todo cuando va más allá del jueguito de “a ver si te atreves”.

-¿Considerás que el amor, que a en varios de tus temas refleja una lucha de opuestos (compañía-soledad, plenitud-muerte, anhelo-desesperanza), es uno de los ejes de tu obra?  
SR-¿Qué sería del ritual de apareamiento humano sin las llamadas “canciones de amor”?  Esas canciones son una especie de hilo conductor desde todos los tiempos y lugares. Son una temática inagotable que cada grupo humano y cada época renuevan con sus características. Pero no hay que ser nuevo para que las canciones de amor tengan sentido.

-También hay un núcleo casi paralelo: la muerte,  presente desde tus canciones primeras: “Muerto”, “Testamento”, entre otras.  
SRPara cantar a la muerte solo necesitamos darnos cuenta de que la maravilla de la conciencia es un accidente. Después, uno se entera de cómo están ligados el amor y la muerte en el arte antiguo, cuánta iconografía, cuánta poesía al respecto. John Keats, que sólo vivió 26 años, dejó escrito el epitafio que figura en su tumba:Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua”. Los lama dicen que el sentido de su doctrina es prepararnos para el reencuentro con la eternidad. Eso me ha hecho pensar que magnificar la función del artista nos deja como unos pretenciosos que quieren algo parecido de forma más interesada.

-En tus letras hay un tono confidencial, que muchas veces se desliza hacia un interlocutor, ¿sentís que en ese “vamos a andar” aparece el diálogo con un compañero de ruta?
SR- Desde niño salí a la calle a apoyar con entusiasmo el proceso revolucionario, pero cuando me puse a cantar evité hacer panfletos. Las pocas alabanzas que he suscrito suelen señalar su excepcionalidad desde el título, con un distanciamiento casi brechtiano. “Canción urgente a Nicaragua” es buen ejemplo“Oda a mi generación” tuvo y tiene implicaciones desafiantes, ante una generación del Moncada aún vigente y a veces demasiado paternal. He preferido estos riesgos porque para hacer propaganda sobran especialistas, pero también porque soy de ese tipo de gente que no soporta adular lo que respeta. Creo que la Revolución ha sido un hermoso proyecto de Nosotros, con mayúsculas, a pesar de momentos que pudieran confundir su nobleza. El nosotros que identificas en esas canciones debe ser necesidad de establecer que el cantor es parte de una dignidad colectiva.

-Hay una línea de temas tuyos donde se cruza la leyenda, el relato infantil y la alegoría, como en “Es sed”, “La leyenda del águila”, “El rey de las flores”, “Sueño con serpientes” y “El reparador de sueños”, ¿de niño leías cuentos infantiles de este tenor? 
SR- Leía y leo. Mi padre también tenía un tomo de las Fábulas de Esopo. Andersen y los Grimm son bastante más que maravillosos. Yo aún repaso Las mil y una noches y bebo cuanta historia de derviches, chamanes u otros portentos me caiga en las manos. ¿Has leído La oración de la rana, de Anthony de Mello? Me fascina la sabiduría de las parábolas sufíes. Ojalá mis canciones pudieran ser tan útiles.

-Hay temas tuyos que definen un modo de pararte en el mundo, una conciencia alerta, como en “El necio” cuando decís: “yo me muero como viví”, ¿esos temas te definen?
SR -No sé si tanto como definirme, pero sería bueno que al menos mostraran lo que he creído ser cuando trabajaba en ellas.

-¿Crees que temas como “Defensa del trovador” apuntan en esa misma dirección: una mirada crítica que no baja la guardia?
SR -Cuando empezamos a cantar, las canciones que se consideraban revolucionarias eran las apologéticas, como las que hacía aquel singular trovador que fue Carlos Puebla. La autocrítica comprometida era un fenómeno nuevo en la canción cubana y los primeros que la hicimos pagamos el precio de la incomprensión. Sólo nos sostenía el ánimo que nos dábamos entre amigos. Entonces Haydee Santamaría y Alfredo Guevara nos dieron un apoyo que nos vinculó a las instituciones que dirigían, lo que a ojos vistas fue importante para nuestra identidad política. Pero a nivel personal cada uno de nosotros asumió los rechazos, censuras y suspensiones oficiales como pudo. A mí me dio por sostener un diálogo quemante con mi pequeño público, que era sobre todo de jóvenes, para quienes no hice la más mínima concesión. Más que cantar, me sometía a terapia de choque. A pesar de que hoy pudiera parecer desmesurada, “Defensa del trovador” es una especie de arquetipo de mi quehacer de aquella etapa, cuando cada canción que lanzaba era respiración boca a boca. Por eso la seleccioné para Cancionero.

-Tu canción “Tonada del albedrío” está dedicada al Che. ¿Qué facetas de ese “hombre sin apellido”- como lo calificás- pesan más para vos?
SR -Para mí la huella del Che es siempre diferente, siempre va contrastada contra la marea universal. En las últimas dos décadas la posibilidad de un mundo más justo, al menos de la forma en que se preconizó entre el siglo XIX y el XX, se ha hecho más dudosa. He visto como los explotadores se proclaman progresistas y como la frescura que antes representaba lo revolucionario ha sido reducida a las más lamentables experiencias del socialismo real. Veo que años después del derrumbe dela Europadel Este continúa un bombardeo mediático que distorsiona el sentido de la redención humana. Pero según muchos investigadores ―como Chomsky― la mayoría de los grandes medios, incluyendo internet, pertenecen a poderosos consorcios de derecha. Entre los ejemplos revolucionarios que esa globalización machaca para pulverizar, siempre está el Che. En “Tonada del albedrío” toco tres aspectos del pensamiento de Ernesto Guevara que considero cardinales: la lucidez con que caracterizó al imperialismo, el amor que motivó su condición revolucionaria y su concepto del socialismo, que no pretendía —según sus propias palabras— “asalariados al pensamiento oficial”.

-En tus inicios a la par de la música hiciste historietas y en Cancionero hay algunas viñetas tuyas, ¿te sigue atrayendo el género? 
SR -De alguna forma mis canciones contienen una gráfica que adquirí como lector y como dibujante de historietas. En Cuba proliferaron las publicaciones de este género, pero los problemas económicos cercenaron aquel florecimiento. Fue una pena para el desarrollo de la historieta en Cuba, aunque el mundo de la animación fue asimilando y reencaminando a algunos de aquellos creadores.

-La nueva trova surgió como continuidad de la trova tradicional, pero también como una ruptura en cuanto a las formas sonoras, ¿qué otras rupturas musicales le sucedieron y cuáles son los artistas de la música en Cuba que te interesan hoy?
SR -De la trova originaria Sindo Garay fue siempre mi héroe favorito. Hay una película en la que él afirma que uno de los rasgos fundamentales de la trova cubana son los dúos. Mi generación de trovadores se caracterizó por la diversidad, porque cada cual compuso como le pareció, con los referentes que tuvo. Ocasionalmente hicimos dúos, tríos, cuartetos, pero no se pudiera afirmar que las canciones a dos voces están entre lo que nos distingue. Sin embargo en los trovadores más jóvenes se nota un resurgir de esa forma de proyectar la canción. Hay muchas parejas interesantes, como pudieran ser el dúo Karma, Ariel Díaz y Lilliana Héctor, el dúo Enigma, y unos matanceros llamados Lien y Rey, que hacen un notable trabajo de vanguardia. Como trabajo interesante también distingo al excelente trío de cuerdas pulsadas “Trovarroco”, naturales de Villa Clara. Pero lamentablemente los medios cubanos siguen reflejando poco lo que sucede en el mundo trovadoresco.

-Un artista argentino que solés citar en tus entrevistas es Atahualpa Yupanqui, ¿Sentís su vigencia?
SR -Yupanqui es un poeta que elevó a la excelencia el arte de payar. Asumió la música de la pampa y de los andes y con ellas creó una escuela de resonancia universal. Señores de la guitarra como Leo Brouwer reconocen ese magisterio. Yo me encontré por primera vez con Don Ata cuando él ya era bastante mayor, en febrero de 1985, en un Berlín blanco de nieve. Lo había escuchado muchas veces en discos, lo había visto incluso por televisión, pero recibirlo en directo me mató. Aquella noche, con su inmenso susurro y sus manos torcidas articuló un recital perfecto. Allí descubrí su canción “Los tres Pablos”, que le hizo a Neruda, a Picasso y a Casals. Una obra maestra que interpretó brillantemente, con una sobriedad escénica que irradiaba una energía misteriosa. Cuando uno presencia algo así, aprende lo que es el arte como fulgor inverosímil.