viernes, 20 de marzo de 2009

JAIME SABINES

Jaime Sabines
Todo lo que escribo lo he vivido
Entrevistas con Jaime Sabines


Fragmento de una entrevista realizada a Jaime Sabines en 1984 por Cristina Pacheco


—A veces se interrumpe la cotidianidad simple por miedo, ¿lo ha sentido?


—No, nunca. Cuando tomo mi cuaderno es porque tengo un complejo de emociones humanas que necesito sacar de mí. Siempre sé de lo que voy a escribir porque todo lo que escribo lo he vivido. No tengo que imaginarme cosas, como los novelistas. Cuando escribo lo único que sé es que sufro de dolor, de esperanza, de alegría; sé que estoy sufriendo y que necesito decirlo. Mi necesidad de escribir es todo, pero nunca miedo.

—Para usted, ¿qué es la literatura?

—Nada. Puede ser un oficio, pero también una desocupación. La poesía es otra cosa: es un destino. Es algo que se hace fundamentalmente con palabras, con emociones, con sentimientos.

—¿Cómo escribe?

—Siempre en libretas, a mano, generalmente acostado. Sale la primera línea y enseguida vienen las demás.

—¿Corrige?

—En el momento mismo de escribir. En mí la corrección es simultánea a la escritura. No corrijo ni cambio palabras en una línea; simplemente veo el poema completo. Si me gusta, lo conservo, si no, lo tacho.

—Cuando ve los poemas impresos, ¿le gustan igual que cuando los escribió?

—Pocas veces leo mis libros. No me gusta volver a las cosas. Publicar un libro significa deshacerse de algo, tirar un lastre.


Fragmento de una entrevista hecha por César Güemes

—Es usted no sólo el poeta más leído de México, sino el más apreciado, eso lo sabemos. ¿Hay un momento en que se da cuenta de esta responsabilidad?

—En varias ocasiones. Y siento una gran satisfacción, porque después de todo escribe uno para los demás, no para uno mismo delante de un espejo. Siempre la poesía no es más que un medio de comunicación humana. Si te leen, eso quiere decir que surtió efecto la cosa. Esa satisfacción es mejor que los premios. Aunque estés en tu cuarto, a solas, cuando logras un poema es una gran recompensa. O cuando alguien viene y te dice que tal o cual poema lo ayudó en su soledad, o para enamorar a una mujer. Entonces te das cuenta de que la poesía sí sirve para algo, cómo no.


Sabines: mi obra no debía ser la sombra de otros autores

Graciela Atencio, especial para La Jornada

La condición que puso Jaime Sabines para conceder esta entrevista, que de no haberse interrumpido por sus problemas de salud se hubiera convertido en un libro, fue la de no hablar únicamente de poesía. Después de tres conversaciones, quedó claro que él podía referirse a cualquier cosa sólo desde el idioma de la poesía y que todo lo que decía, de alguna manera tocaba, acechaba, rondaba y envolvía a la poesía. Hasta sus silencios, sus gestos tenues y su mirada tierna prefiguraban nada más que poesía. ¿Cómo definir al poeta? Sabines no es más que poesía viva, en permanente, eterno movimiento.


—¿En qué momento de su vida tuvo la certeza de que sería poeta?

Es una historia muy larga. Cuando tenía cinco o seis años, mi mamá me llamaba con sus comadres a recitar poesía, "que declame Jaimito, que recite Jaimito", y así me echaba grandes poemas. Me aprendía la historia de México que venía en unos folletitos, la sabía de memoria y entonces me pedían que contara fragmentos.

Contaba la historia de los toltecas, de los chichimecas... eso fue hasta los 11 o 12 años. A los 14 me aprendí todo un librito, El declamador sin maestro, en el que había 120 poemas de autores de América. Me acuerdo que era el caballito de batalla de la escuela, declamaba en cuanta fiesta cívica se celebraba.

Lógicamente, al principio me encantaba hacerlo, pero en la prepa me empezó a molestar, porque iba a fiestas particulares con mis novias y algún idiota decía: "¡Que declame Sabines!", y me daba un coraje tremendo. Por suerte, a los 19 años, cuando vine a estudiar medicina a la ciudad de México, si no me equivoco, en 1945, pude zafarme del aspecto declamatorio. Aunque recuerdo una anécdota de una vez que me agarraron en curva, en el entierro del capitán Martínez, al que yo quise mucho porque había sido mi jefe a los 14 años. Juan, mi hermano, me pidió que fuera a darle el pésame a la familia en México. En el velorio me acerqué a la viuda, doña Linda, para darle mis condolencias y me jaló en el carro rumbo al panteón. A alguien se le ocurrió decir: "Tenemos entre nosotros al joven Jaime Sabines, un gran poeta que dirá unas palabras al capitán Martínez". "¡Hijo de su madre!", pensé yo. Fue una situación muy molesta, pero no tuve más remedio que echar un rollo tremendo. Después de esa ocasión decidí no participar nunca más en una reunión con chiapanecos, porque me presionaban para que declamara. Ahí empecé a odiar de verdad la declamación y el aspecto público de la poesía.


La medicina, una decepción

—En ese entonces, ¿escribía regularmente?

—Como loco, no me sentía bien en la Escuela de Medicina, que se convirtió en un trauma que duró tres años y medio. Ahora siento que me lastimó tanto la medicina... Cuando vine a estudiar a México tenía un concepto romántico de la medicina, pensaba que descubriría cosas. Luego me di cuenta de que hay que pasarse 25 años detrás de un microscopio para descubrir algo. No es cuestión de labor creativa ni nada, sino de paciencia y observación. La medicina me decepcionó, pero no podía salirme porque creía que mis padres deseaban tener un hijo médico. Ese fue mi conflicto, odiaba la escuela y era hasta una sensación física de rechazo la que me embargaba.

—Tal vez sentía que la poesía no era compatible con la medicina.

—Quién sabe, ha habido muchos poetas mexicanos que fueron médicos, Enrique González Martínez y Elías Nandino son buenos ejemplos.
No creo que haya una contradicción entre la poesía y la medicina. Estudiar el cuerpo humano es parecido a estudiar el alma. El médico se dedica al cuerpo y el poeta al alma, uno es complemento de la otra y muchas veces hasta pueden establecerse paralelismos. Donde sí hay contradicción es entre el estudio y la poesía. A mí no me gustaba estudiar y lo hacía por mera disciplina. La cosa es que aguanté tres años, hasta que un día que me fui de vacaciones a mi pueblo le dije al viejo: "Voy a terminar la carrera, voy a traerte el título y lo voy a poner en la pared de tu casa, pero nunca ejerceré la medicina". Se lo confesé en medio de una tensión tremenda, no me había atrevido a hablar durante tres años. Me miró serio y me contestó: "Bueno, ¿y quién te obliga a estudiar medicina?" Sentí que se me doblaban las rodillas. Le dije: "Tú y mi mamá". "No señor, nos da mucho gusto tener un hijo médico, pero es igual que sea abogado, médico o ingeniero. Lo importante es que se destaque en algún aspecto de la vida".

"Escuché a mi papá y se me quebró toda la defensiva. Me fui llorando a mi cuarto y me pasé como una hora a puro llanto. Me dejaron llorar... Después abandoné la carrera y estuve un año en Chiapas. Luego vine a estudiar a Filosofía y Letras y me sentí como pez en el agua". —Pero, ¿en qué momento sintió verdaderamente que su vida estaría ligada a la poesía?

—Los tres años en medicina me hicieron verdaderamente poeta. Cuando me sentí obligado a verme a mí mismo, a hablar de mí mismo, de mi gran soledad, de mis angustias, mis dolores, mis esperanzas, mis sueños, cuando sentí el contraste con la ciudad que me apachurraba todos los días en la escuela, o el aire de México que no me gustaba, y eso que en esa época era limpio, no esta porquería que ahora respiramos.


Abrevar en el amor

—Por lo que cuenta parecía desolado.

—Sumamente desolado, por más que tenía muchos amigos, todo se había convertido en una rémora que me hacía sentir culpable, porque engañaba a mi padre. El primer año iba a la escuela a diario, pero el segundo empecé a ir de vez en cuando. Odiaba la escuela, pasaba las materias en exámenes extraordinarios y en tercer año ya ni me asomaba. Allí, de verdad, me hice poeta. Antes recitaba muy bonito, pero en el fondo nunca había sentido la poesía.

"Cuando empecé a enfrentarme a la vida y conmigo mismo me sentí poeta. Aunque, qué curioso, no escribí un solo poema bueno en esos años. Desde el principio tuve gran sentido crítico".

—¿Descartaba mucho material antes de publicar un libro?

—Era más lo que descartaba que lo que dejaba. Me daba cuenta de que copiaba. Seis meses de puro escribir como Neruda, estos otros seis, puro escribir como Alberti, estos otros como García Lorca y estos otros como Juan Ramón. Así fue por etapas bien claras, definidas. Hasta que durante el año en Chiapas me tomé a mí mismo sin copiar. Cuando vine a estudiar a Filosofía y Letras, en 1949, me puse a escribir como Jaime Sabines. El primer libro, Horal, fue escrito en ese año y publicado en 1950.

—En ese sentido, desde que apareció su primer libro, quedó claro que usted había nacido poeta.

—No siento que haya sido tan claro en ese momento. Es más, luego borré de mi cabeza los tres años de medicina en los que nació el poeta dentro de mí. Por eso es que primero descartaba gran parte de lo que escribía. En un principio, Horal tenía 69 poemas. Lo había terminado antes de las vacaciones, viajé a Chiapas, en donde el gobierno colaboró en la edición del libro. Lo mandé a la imprenta, hice una revisión y lo dejé con 32 o 33 poemas. Pero al final le quité otros 15 y quedó con 18 poemas. Era muy exigente conmigo, no quería que mi obra fuese la sombra de otros autores. Me interesaba que lo poco que había de Jaime Sabines se mostrara tal como era. El maestro Carlos Pellicer, el gran poeta tabasqueño, leyó unos poemas míos en la revista Metáfora y le interesaron. Un día me llamó y me preguntó si tenía poemas escritos y si pensaba publicarlos. Le contesté que estaba escribiendo, y me dijo: "Si algún día publicas un libro, acude a mí que yo te voy a hacer el prólogo". Para mi gusto, los mejores en esa época eran José Gorostiza y Pellicer. Hubiese sido un empujón terrible que éste me hiciera el prólogo de Horal. Terminé mi libro y pensé: "Con Pellicer nada de nada, o vales tú por ti mismo o ¿qué?, ¿vas a llevar muletas para tu primer libro? No, señor". Acabé el poemario, fui con el maestro y le dije que no aceptaba su prólogo, pero le agradecí su apoyo. Lo escribí a los 23 años, en el primer año de filosofía.

"Me gustó llamarlo Horal porque realmente se trataba de un libro de horas, entre los religiosos se escriben muchos libros de horas. Cuando me acuerdo de la época en que lo escribí, lo siento como un retrato de la vida cotidiana".

—Ahora que de alguna manera puede evaluar su obra desde el principio hasta el final, ¿qué siente que ha estado más ligado a la poesía en su vida?

—Lo primero que se me viene a la cabeza es el amor. Y el amor también relacionado con las mujeres.

—¿Ha sido usted un don Juan?

—Nunca me he considerado un don Juan. Gregorio Marañón, gran psiquiatra y escritor español, escribió un libro sobre Don Juan y Casanova, en el que establece las diferencias entre ambos. Dice que ambos son enamoradizos, les encanta andar de una mujer a otra, pero Casanova pretende la eternidad amorosa.

"Es lo que he sido yo, que he pretendido el amor, por eso digo en 'Los amorosos' que 'van entregándose, dándose a cada rato'.

El amor es lo último, lo eterno, lo permanente. Pero al mismo tiempo, como también expreso en ese poema, 'los amorosos se ríen de los que creen en el amor como una lámpara de inagotable aceite". Casanova pretende de verdad enamorar y ser enamorado. A Don Juan no le importa el amor, sólo el sexo, es más superficial, quiere acostarse con una mujer, olvidarla y pasar a otra".

—¿Cómo recuerda su primer amor?

—Fue una historia que me tuvo la cabeza ocupada mucho tiempo. Se llamaba Esperanza, era chaparrita y le decíamos La Pelancha. A cada rato nos peleábamos y luego nos volvíamos a juntar. Claro que en esos ratos que estábamos peleados, buscaba a otras novias pero me duraban una semana, porque el amor me jalaba con La Pelancha. En esa época ya conocía a mi mujer, Chepita, quien era muy guapa, enamoraba a todo el mundo pero no le hacía caso a nadie, solamente se dedicaba a estudiar. Un día me propuse conquistarla. Me dije: "Vamos a ver cuánto tarda en decir que sí". En eso me ayudó Tita, una amiga de Chepita que estaba enamorada de mí, también muy bonita y chaparrita, como Esperanza. Un día, Tita, con tal de tenerme cerca, le dijo a Chepita que se acercara a mí... lo que son las argucias de las mujeres.


Venir a la capital, la salvación

—¿Y cómo ocurrió el acercamiento con su mujer?

—Me le declaré una tarde que la invité al cine. No preparé mucho el escenario. Le dije que la quería y le pregunté qué pensaba. Me contestó: "Mañana te digo". Pero la presioné: "No, no, contéstame ahorita", nunca permití que una mujer se tomara tiempo para pensarlo. Fue en 1944, en ese momento tenía 18 años y la verdad es que nunca pensé que me enamoraría de Chepita. De no haber sido por Tita, nunca se hubiese acercado a mí.

"Decidí enamorarla de tantos pleitos que tenía con La Pelancha. A la salida del cine la acompañé a su casa, casi llegando la agarré de la mano y ella no me soltó. Sabía que yo le gustaba mucho porque la había trabajado duro. Con Chepita duré seis meses y luego volví con La Pelancha. Pero regresé con ella con la idea de dejarla definitivamente cuando viniera a México. Estaba enamorado, pero nos llevábamos tan mal que no lo soportaba".


"Éramos muy celosos uno del otro, en un principio ella me celaba porque en las fiestas me iba a bailar con otras. Después empezó a hacerme lo mismo y yo me ponía furioso. Hasta que tuve claro que venirme a México sería mi salvación. Un mes más tarde empecé a recibir cartas de ella, a diario me las mandaba, las contestaba cada 15 o 20 días. Luego de un mes y medio dejé de contestárselas. Seguí recibiendo sus cartas, pero a los cuatro meses empezó a mandármelas cada tres o cuatro días".


"En agosto murió mi mejor amigo, Toni Borges, en un accidente de avión, viniendo de Chiapas. Para mí fue una pérdida dolorosísima, tan dolorosa que me olvidé de La Pelancha. Lo que es la vida, a la semana de la muerte de Toni, mi mamá me escribió una carta en la que me decía que la chaparra había huido con uno de San Cristóbal. Después ese novio no quiso casarse con ella".

—¿No volvió a ver a La Pelancha?

—No, la historia no termina ahí. En 1946, La Pelancha vino a buscarme a México y unos amigos me organizaron una cena con ella. Había pasado un año y medio sin verla. Durante la reunión nos dejaron un rato platicando solos, y me di cuenta de que era un truco para que volviera a caer en sus manos, en esa época tenía varias novias... Esa noche me sentí muy triste después de verla. Pensé: "Por qué me pasa esto, por qué la mujer de la que estaba tan locamente enamorado ahora no significa nada para mí". Me acordaba de los versos de Bécquer, que empezaban: "Dime mujer cuando el amor se acaba...". En ese instante tuve la primera noción del desamor. Nunca más volví a verla. Muchos años después, ya casado con Chepita, me la encontré en Tuxtla, en un autobús que venía con una sola pasajera. La miré y descubrí que era La Pelancha, me senté a su lado y le pregunté cómo estaba. Ella también se había casado. Platicamos 20 minutos hasta que me bajé. Creo que yo fui el amor de su vida y ella mi primer gran amor. Cuando se acabó mi amor por ella, empecé a pensar en Chepita.

—¿Fue en la época en que Chepita también vino a estudiar a México?

—Sí, ella estudiaba odontología y yo medicina. Le sobraban los enamorados. Como no estábamos juntos, desde lejos, con mis amigos, averiguábamos si Chepita tenía novio, y nada, no le hacía caso a nadie. Por mi lado seguía con mis novias, pero siempre pensando en ella. No sé por qué estaba seguro y me decía a mí: "Si algún día me caso, será con Chepita que no anda mariposeando de un lado para otro". Y así fue.

—No se sentía un Don Juan, pero sus técnicas de seducción eran infalibles...

—Aunque no fallaban, nunca terminé de creer en las técnicas para seducir. En general, si a una mujer le gusta un hombre o si a un hombre le gusta una mujer, tarde o temprano sucede lo que tiene que suceder. Hay mucho cuento y mucho mito en torno a las técnicas de seducción. Ésta casi siempre depende de que la mujer quiera ser seducida, ella es la que atrae. Un hombre puede estar tan tranquilo, solo, comiendo en un restaurante sin pensar en el amor, y de pronto pasa una mujer, él se fija en ella y empieza la plática. Pero la atención la despertó la mujer que lo provocó para que le hablara. No voy a negar que de joven usaba todas las técnicas habidas y por haber para seducir a una mujer, les mandaba cartas, flores...

—¿Les escribía poemas?

—No, los sentía demasiado míos y era muy celoso de lo que escribía. Lo fundamental es que dos gentes se gusten. Lo demás son palabras, cómo te acercas, cómo le buscas entrar, cómo la atraes. Mis amigos me preguntaban: "¿Cómo le haces, Jaime?". Y no hacía nada, les decía que las quería, que las adoraba, que no podía vivir sin ellas, pero primero me convencía de lo que sentía por una mujer.

—Pero también le ayudaba el ser guapo.

—No se trata de ser guapo para enamorar.
Lo importante está en la palabra, atraer y ser atraído no es cosa del otro mundo. No existen las mujeres difíciles... mujeres difíciles son las que no conocemos.

No digo que todas sean fáciles. A la mujer que conozco, aunque no me haga caso y le valga madre que sea poeta, tengo que buscarle el modo de entrarle e insistirle. Y quién sabe, con el tiempo puede llegar a decir que sí. Por eso digo que el lenguaje es fundamental, es el medio ideal que uno tiene para comunicarse con una mujer.


Nunca me preocupé por formar una corte


—Volviendo a la poesía, ¿de qué poeta o poetas siente que recibió influencia decisiva?

—Hubo muchos y siempre leí a los mexicanos y a los españoles en especial. Pero el que me marcó a los 18 años fue Pablo Neruda, quien luego me decepcionó cuando lo conocí en el 49. Venía a México a buscar la solidaridad con su causa, porque le habían quitado su banca de senador por el Partido Comunista de Chile y lo habían obligado a exiliarse. Estaba tan entusiasmado por conocerlo que acompañé a un amigo periodista que le haría un reportaje. Ese día me desilusioné tanto... llevaba un ejemplar de Horal, pero nunca se lo di, no abrí la boca en todo el reportaje y tampoco le dije que era poeta. Iba a conocer al poeta y me encontré con un hombre demasiado preocupado por su imagen, su ego y la política.

Esa parte de Neruda era todo lo que no quería para mí. Ahora que lo pienso, a la obra de Neruda le sobra 50 por ciento de poesía.

A mí nunca me interesó participar en los medios donde se movían los poetas ni formar una corte de aduladores a mi alrededor. Y mi trabajo también siempre estuvo lejos de la poesía. Desde el 59 al 80 pasé la mayor parte de mi tiempo en una fábrica de alimentos para animales, sólo mis ratos libres se los dedicaba a la poesía, pero la poesía nunca me dio de comer.

—A pesar de que dejó de fumar hace varios años, el cigarrillo debe haber sido un gran compañero de su inspiración y su poesía, ¿no?

—Cuando escribía era cuando más fumaba. Me recostaba en la cama con mi pluma, mi libreta, mi cigarro y mi cenicero. A lo largo de la vida he escrito de muy diversas maneras, pero sobre todo acostado y con un cigarro en la boca. Siempre en la cama ocurre lo mejor de la vida: el nacimiento, el amor, la escritura y la muerte. Aunque en una época me levantaba a las cinco de la mañana y me iba a escribir al comedor. O también a veces escribía en la mañana, según la temporada. Ha sido un poco variado, pero por lo general he escrito de noche y a solas, con mi mujer al lado no podía hacerlo. Cuando los niños crecieron y hacían una gran escandalera, me quedaba en la recámara solito una hora. El Diario semanario, por ejemplo, lo escribí así. La tarde era el único tiempo disponible que tenía de día. En dos meses lo terminé. Siempre que me inspiro se me amontonan las cosas, las escribo y luego dejo de darle a la pluma por una temporada. Entre mis libros hay dos, tres, hasta cuatro años de diferencia.

—¿Le costó preservar al poeta de la rutina, las obligaciones y los problemas cotidianos?

—Es muy difícil separar a la persona del poeta. Jaime Sabines es una sola persona, nada más que Jaime Sabines no se permite ser poeta en algunos momentos de su vida.

Hay veces que pienso que es una gran mañosada de la vida ser poeta. Pienso que no sé si las musas o como se llamen lo hacen tonto a uno, lo hacen creer que uno es un hombre libre y eso es puro cuento. Es una pregunta difícil de contestar, todas las cosas me parecen parciales en ese sentido. Cuando recibí el Premio Nacional de Letras dije en el discurso que a uno le habían prestado la libertad y uno se sentía dueño de sí mismo. Pero la libertad es un cuento, yo siempre me he sentido atado, encadenado a la poesía, al diario escribir. No sé si lo digo claramente...

La vida, una ilusión del poeta

—¿Qué hay con la felicidad? ¿Siente que la ha conocido?

—No creo en la felicidad, pienso que es una mala receta de nuestra época. Prefiero recomendar, vivir intensamente, felicidad es una palabra tonta. ¿Qué cosa es la felicidad? En el libro Quince momentos de felicidad, de un filósofo chino del que no me acuerdo su nombre, hay un episodio que recuerdo muy bien: soy un campesino que estoy trabajando la tierra, hace mucho calor, ya son las dos de la tarde, tengo una sed enorme, voy a refugiarme a la sombra de un árbol, donde resguardo una cantimplora con agua fresca deliciosa, me echo un trago de esa agua, reposo, sopla una brisa... Ese es un gran momento de felicidad. La vida se compone de veinte mil momentos de felicidad y de veinte mil momentos malos y desastrosos durante el mismo día.

—En alguna plática anterior que tuvimos, usted dijo que no le gustaba hablar de Dios, ¿por qué?

—Porque todo lo que he dicho acerca de Dios está en mi obra. Estoy en paz con la idea de Dios. Lo único que podría agregar es que cuando lo pienso, siento que Dios es todo lo que desconocemos. Me parece una forma poética de definirlo.

—En relación con la muerte, en su obra aparece de distintas maneras, pero, ¿cómo la ve en realidad Jaime Sabines?

—Esa pregunta me hace pensar en mi padre. Me veo esa noche antes de que él muriera, mirando la televisión, esperando el momento final y luego como digo en el quinto poema de Algo sobre la muerte del mayor Sabines, me veo "introduciendo agujas en las escasas venas, tratando de meterle la vida, de soplar en la boca el aire...".

—¿Le tiene miedo a la muerte?

—No, no le tengo miedo a la muerte, le tengo miedo a la enfermedad. Me espanta la enfermedad, lo que he pasado con mi cadera y todo lo que me trajo después... Poco a poco voy saliendo pero he dejado de escribir. Después de 35 intervenciones quirúrgicas no quiero saber nada de enfermedades ni de hospitales. Pero si tengo que pedir una ilusión, esa sería no morirme, quedarme tranquilo como estoy ahorita, platicando sobre poesía o sobre cualquier cosa o mirando cómo atraviesa el rayo de sol por la ventana.

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