viernes, 8 de mayo de 2009

OBITUARIO: 'IN MEMÓRIAM'
Pablo Lizcano, gentil y singular
JOAQUÍN SABINA 06/05/2009


Nunca habría podido (mucho menos querido) imaginar,
maldita sea, que una canción de amor, la primera que
escribí, sirviera para despedir tan prematuramente a un
amigo tan insustituible y tan querido. Gentil y singular
son adjetivos que no suele usar uno. Puede que los
guardara para él.

Pablo Lizcano tenía el atrevido encanto de los tímidos
incurables, esos tipos convencidos de que enseñar los
sentimientos es como enseñar el culo. Y sin embargo,
tengo para mí, y sé lo que digo, que era un gran
sentimental, imperdonable achaque que se esforzaba en
maquillar, sin conseguirlo, con un dandismo tierno,
cínico y coqueto. Nada le gustaba más que disparar
apasionadamente contra esto y aquello en una sobremesa
con cabales. "Habría que eliminar al noventa y nueve por
ciento de la humanidad", dijo cuando lo
conocí. "Quedaríamos muy pocos", contesté. "¿Y tú por
qué te incluyes?", remató.

Contó Alejandro Gándara anteayer, con cara de palo, en
su conmovedoramente laico funeral, que, entre todos los
paisajes, Pablo prefería las cumbres de las montañas y
los polos porque a más altura y más frío menos densidad
de población. Ahora que no nos oye les diré: era
mentira. Como todos los grandes seductores de frágil
corazón, se disfrazaba de entre tipo duro y aristócrata
inglés arruinado para impresionar a los amigos y a las
chicas. Pero Rosa (que se enamoró) y yo (que también)
nunca nos lo creímos, porque sabía querer y ser leal y
llenar de calorcito una reunión y reírse y abrazar y
blasfemar y discutir y discutir y discutir y defender y
defender y defender con sobrada erudición y
provocadoramente, al desdeñoso estilo de Borges o Benet,
las opiniones más disparatadas, desde que el flamenco
era una ordinariez hasta la superioridad moral del Real
Madrid.

Su última noche, la del clásico contra el Barça, cuentan
que hubo una conspiración para radiarle un 6 a 2 en
lugar del humillante 2 a 6. Quién sabe si lo creyó. Como
le gustaba, como quien no quiere la cosa, presentarme
premios nobeles, le debo, entre tantas otras, la amistad
con el Gabo García Márquez, que había sido padrino de
una de sus bodas (la última con Rosa, tras 20 años de
amor, fue casi in artículo mortis) y el placer de, mano
a mano, en uno de aquellos añorados Fin de siglo de TVE,
conseguir que el imposible Cela hablara bien (creedme,
no era fácil) de Juan Marsé.

El caso es que, después de años sin vernos, quedamos a
comer, hará dos meses, con su (nuestra) querida Isabel
Oliart. Yo, que sabía por ella lo mal que estaba y fui
muerto de miedo, temiendo verlo hecho un despojo, lo
encontré, sin embargo, razonablemente saludable y hasta
guapo con su gorra de cuadros. Jugamos como siempre a
nuestro deporte favorito: estropear España, los amigos,
la prensa. Eso sí, adobado todo con la esgrima verbal
correspondiente. Incluso brindamos por nosotros y
pedimos otra copa como si la obscena pelona nos
indultara.

Hoy ya no está y cómo cuesta resignarse. En el
periodismo, en la televisión, en la amistad, en los
despachos, en los bares, en la vida, brilló con rara
elegancia, con fingida indiferencia, con encanto
irresistible, sin pisar, sin empujar, sin apabullar a
nadie, con una exquisita inteligencia que a menudo
embridó por cortesía.

Deja madre y viuda inconsolables y un racimo de hermanos
(de sangre y de los otros) que ni siquiera sospechábamos
lo amarga que iba a ser la huella de su ausencia. Rosa
Montero, para halagar a un cantante que conozco, dijo
una vez, piadosamente, que era un cordero disfrazado de
lobo. Se lo robo yo ahora para Pablo.

La canción se llamaba Así estoy yo sin ti, hecho mierda,
hermano.

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